Resumen
Sección 7
Carrère comenta que los álbumes de fotos de la familia Romand fueron destruidos en su mayoría por el incendio, pero se salvaron algunas fotos. En ellas, aparece la rutina de una familia joven y amorosa: hay juegos en el parque, sonrisas de Florence y sus hijos. Romand solía utilizar apodos tiernos para referirse a ellos y afirma que si bien era un falso médico, era un verdadero marido y padre, que amaba con su alma a su mujer y a sus hijos.
El trabajo de Romand en la OMS era un orgullo para su familia, ya que para ellos era el encargado de inventar medicamentos que permitían curar a los enfermos. En general, sus conocidos no sabían exactamente de qué trabajaba, sólo que investigaba sobre la arterioesclerosis y que tenía contactos con altos responsables políticos. Por lo general, Jean-Claude se mostraba molesto a la hora de hablar de su trabajo, y tenía la vida privada bien separada de la profesional. Ni siquiera su mujer tenía el número de teléfono de la oficina de Romand, y a nadie le parecía raro, ya que tenía sentido con el carácter del hombre, tan reservado.
La familia Romand tenía un círculo de amigos dentro de los cuales estaban los Ladmiral y los Cottin; se trataba de unas cuantas parejas con las que Florence había simpatizado y que tenían en común la edad, el estatus social y los hijos. Especialmente con los Ladmiral compartían películas y obras de teatro. Jean-Claude era considerado un intelectual por sus amigos y era miembro de fundaciones de defensa del medio ambiente y los animales, pero también de un club de golf. A lo largo de toda la instrucción, el juez no dejaba de asombrarse que durante diez años ni una sola vez ni su mujer ni sus amigos lo hubieran llamado al despacho. Carrère afirma que no hay ninguna explicación posible, pero que, por más increíble que fuera, las cosas se dieron exactamente así.
Carrère narra cómo eran los días de Romand. Por la mañana, llevaba a los niños a la escuela y luego tomaba la carretera de Ginebra. Romand se mezclaba entre los funcionarios internacionales y terminaba estacionando en el estacionamiento de la OMS, adonde entraba con una tarjeta de visitante y un maletín. En el edificio, recorría la biblioteca y la oficina de publicaciones, de la que se llevaba papeles con el sello de la organización. Utilizaba todos los servicios -el correo, el banco-, pero no se animaba a subir a los pisos superiores, por miedo a los guardias de seguridad. Su suegra comentó que una vez que los niños habían querido ver el despacho de su papá, pararon en el estacionamiento, y Romand les mostró con el dedo la ventana de su oficina.
Si bien al principio esto ocurría todos los días, luego comenzó a tomar otra carretera. Paraba en un quiosco, compraba periódicos, se sentaba a leerlos en un café o en el coche. Cuando esta rutina se hacía monótona, daba paseos urbanos o se iba a recorrer el bosque de Jura, donde bebía un trago y caminaba por la naturaleza. El jueves, día de su clase en Dijon, visitaba a sus padres. Jean-Claude recorría el bosque del brazo con su padre, que ya estaba casi ciego.
Con respecto a los viajes por el mundo que requerían los congresos y seminarios de su profesión, Romand compraba una guía del país y su mujer le preparaba las valijas. Partía al volante y se hospedaba en una habitación de hotel, cercana al aeropuerto durante tres o cuatro días. Estudiaba la guía para no equivocarse en los relatos sobre los lugares conocidos, llamaba a su casa teniendo en cuenta la diferencia horaria. Luego, regresaba a su hogar con regalos comprados en alguna tienda del aeropuerto.
Carrère reconstruye sus sentimientos cuando visitó Divonne, una estación termal en donde Jean-Claude estacionaba el coche durante su rutina. El lugar, frío y gris, sólo puede haberle generado angustia a Romand. Carrère afirma que lo peor de las mentiras del acusado fue que no encubrían ninguna realidad, ya que debajo del falso doctor no existía un auténtico Jean-Claude Romand.
El autor también afirma que el criminal sabía que su historia no podía tener un buen final, ya que nunca confió su secreto a nadie ni intentó hacerlo. Cuando volvía a su vida familiar, todos pensaban que venía de un escenario en donde era un hombre importante, con contactos políticos. Sin embargo, este mundo no existía; Romand sólo tenía el vacío como única experiencia de su vida.
Sección 8
Carrère comenta que, hasta el final de sus estudios, Romand fue mantenido por sus padres y que continuó bajo su tutela económica aún cuando entró como investigador, ya que consideraba que los bienes paternos le pertenecían. Una vez en la OMS, dio a entender que su estatus de funcionario le daba derecho a colocar depósitos a una tasa de interés muy beneficiosa; los Romand y Claude, el tío del acusado, aceptaron esta propuesta porque venía del prestigioso Jean-Claude.
Al principio del matrimonio, este dinero fue el ingreso fundamental del acusado y Florence. Su vida era austera: tenían un auto viejo y un departamento pequeño para una familia de cuatro personas. Hasta sus amigos bromeaban con esto, pero Romand afirmaba que para él vivir modestamente era una cuestión de honor, ya que se sentía asqueado por el dinero que circulaba en la comarca de Gex.
Cuando el padre de Florence, Pierre Crolet, recibió un dinero por una jubilación anticipada, el hombre le pidió a su hija si podían depositar el monto en el banco ginebrino que ofrecía tasas tan convenientes para su yerno. Así, a pesar de que nunca vio un documento bancario certificando un depósito de capital, pensó que su dinero crecía tranquilamente en manos de Jean-Claude. Sin embargo, en un momento, Pierre le dijo a Romand que quería comprarse un auto y retirar parte de su capital. Semanas más tarde, Crolet cayó por la escalera de su casa, en la que estaba a solas con su yerno, y murió en el hospital sin haber recobrado el conocimiento en ningún momento.
Después de la tragedia de la familia Romand, se ordenó investigar esta muerte pero no se llegó a ningún puerto. En uno de los primeros interrogatorios, Jean-Claude afirmó que si lo hubiera matado, lo diría, porque un muerto más no cambiaba nada. Para Carrère, esta declaración ignoraba la enorme diferencia entre crímenes monstruosos pero irracionales y un crimen malvado. La imagen de Jean-Claude sería diferente, ya que no era lo mismo haber sido víctima de una fatalidad que lo condujo a cometer actos horrorosos que ser un pequeño estafador que, para preservar su impunidad, empujó a su suegro. Sin embargo, Carrère aclara que Romand era también un pequeño estafador y le resultaba más difícil confesar esto que los delitos desmesurados que lo posicionaban como un personaje trágico.
Otra historia sórdida ocurrió por la misma fecha. La tía de Florence tenía a su marido gravemente enfermo de cáncer y testificó en el juicio que Jean-Claude le había vendido un medicamento costoso que podía detener el proceso, pero que aún no estaba comercializado. Si bien el enfermo se negó a utilizar sus ahorros en algo tan incierto, finalmente lo convencieron. Murió al año siguiente.
Cuando Romand contestó a este testimonio, argumentó que no había sido una idea suya, sino de Florence y que lo había presentado como un placebo. También agregó que no había sido su responsabilidad, sino que otro investigador era el encargado de darle las cápsulas a cambio del dinero. Sin embargo, dijo que no recordaba su nombre y que su agenda se había quemado en el incendio.
La muerte de su suegro fue beneficiosa para Romand, ya que la señora Crolet decidió vender la casa y le confió el producto de la venta. Con la esperanza de distraer a Florence, muy afectada por el hecho, alquiló una granja restaurada en Prévesin.
Sección 9
Carrère comenta sobre Rémy Hourtin, psiquiatra y su mujer Corinne, una psicóloga de niños, que habían alquilado un apartamento encima del de los Ladmiral. Divertidos y un poco pretenciosos, la mujer era bonita y seductora, mientras que Rémy era un hedonista, aficionado a la buena vida. Se notaba que el matrimonio no andaba bien y que ambos se tomaban libertades que eran condenadas en la comarca de Gex. Luc se supo contener a tiempo pero estas actitudes le dieron a la mujer una reputación de ladrona de maridos. Sin embargo, Florence y Jean-Claude conservaron la amistad con ambos; Corinne se sintió conmovida por la gentileza que le mostraba la pareja. Por esto, se sintió asombrada cuando, tres semanas más tarde, recibió un ramo de flores con la tarjeta de Jean-Claude, diciendo que estaba en París y la invitaba a cenar. Allí, él le habló de su carrera profesional; la mujer estaba sorprendida por el contraste entre aquel hombre serio y un poco insulso, y este investigador de renombre internacional.
La segunda vez que la invitó, Jean-Claude le confesó su amor. Ella lo rechazó suavemente. Al día siguiente, él la llamó para disculparse por esta declaración y le dejó en su casa un paquete con una joya, que ella finalmente aceptó. Así, Romand comenzó con la costumbre de ir a París, una vez por semana, con la excusa de un importante experimento. Esta mentira le servía tanto a Florence como a Corinne.
Estos encuentros se convirtieron en el gran motor de su vida; Jean-Claude veía a la mujer como su cómplice en un mundo en donde siempre se sintió solo. Sin embargo, a pesar de sus ilusiones y deseos, sabía que Corinne no iba a poder comprender y perdonar su situación. Nadie podía amar lo que era él realmente: un falso médico, que estafaba a jubilados cancerosos para poder llevar adelante su vida.
Como Jean-Claude trabajaba y viajaba mucho, Florence se ocupó sola de la mudanza a Prévessin. Por su parte, los Ladmiral estaban construyendo su casa a unos pocos kilómetros de allí. Luc recordó una visita repentina de Jean-Claude, al que vio ausente, evasivo. De pronto, Ladmiral advirtió que su amigo había adelgazado, que estaba rejuvenecido y llevaba un buen traje. Así, sospechó lo que Jean-Claude le confirmó la semana siguiente: que estaba engañando a Florence con Corinne. Si Romand estuvo a punto de confesarle toda la verdad, la reacción de Luc, enfurecido, lo hizo arrepentirse. Veía esta aventura como una crisis de los cuarenta años por no haber llevado una vida interesante durante la adolescencia y le hizo prometer que rompería cuanto antes con Corinne y que le contaría todo a Florence. Luc juró que, si no lo hacía, él mismo hablaría con Florence.
Este gesto de Luc no fue necesario ya que, luego de pasar tres días en Roma, Corinne terminó la relación con Jean-Claude, al que veía como un hombre demasiado triste. Una mañana, Romand intentó suicidarse tirándose a una fosa, pero sólo consiguió unos rasguños que le desgarraron la ropa y la cara. A Florence le inventó, entre lágrimas, que había perdido el control del automóvil porque su jefe de la OMS acababa de morir de un cáncer. La mujer, conmovida, estaba sorprendida por el gran cariño que Jean-Claude tenía hacia un jefe del que nunca le había hablado.
A comienzos de otoño, el linfoma de Romand se despertó y, sabiendo que eso sería más aceptable que una amante, se lo confesó a Luc. Su amigo sintió una profunda piedad por él y le sugirió que lo hablara con Florence. Su esposa le propuso acompañarlo a París donde era atendido por un prestigioso médico, pero él se había negado, ya que quería combatir el cáncer él solo.
Agotado por la enfermedad y el tratamiento, Jean-Claude se pasaba el día en la cama y, en cuanto Florence salía, él marcaba el número de Corinne y colgaba apenas ella atendía. Cuando un día se atrevió a hablar, ella parecía contenta de oír su voz. La mujer atravesaba un momento de desasosiego profesional y personal y se sentía reconfortada por tener las atenciones de Romand, tan amable con ella. Él volvió a París en diciembre y el romance volvió a empezar: cenas, salidas y cinco días enamorados en Rusia, con la excusa de un viaje organizado por una revista de medicina. Luego de este viaje, ella insistió en que sería mejor que quedaran como amigos. Entre lágrimas, él le confesó que padecía cáncer y pronto estaría muerto. Frente a esta confesión, él le suplicó que lo llamase de vez en cuando a su buzón de voz.
Un día, Corinne le pidió consejo a Romand respecto de qué hacer con un dinero que había recibido por la venta de su consultorio. Romand le propuso guardarlo en su cuenta con intereses beneficiosos. Era la primera vez que él engañaba a una mujer resuelta y joven, que había insistido en la posibilidad de retirar el dinero cuando quisiera. Jean-Claude estaba acorralado: ya no quedaba nada de lo que le había entregado su suegra. Así, el dinero de Corinne era una prórroga, pero la catástrofe ya sería inevitable.
Análisis
En estos capítulos, el autor reconstruye la gran mentira de la vida de Jean-Claude Romand: la rutina laboral y familiar que sostuvo durante años. Una vez más, el rol del escritor reaparece como una garantía de conocimiento; el mismo Carrère recorrió los espacios frecuentados por Romand y se coloca en su lugar para poder hipotetizar qué sentimientos o pensamientos cruzaron la existencia del acusado y lo condujeron a tomar esa decisión: “¿Gozo? ¿Un júbilo sarcástico ante la idea de engañar tan magistralmente a su entorno? Yo estaba convencido de que no. ¿Angustia? (...) ¿O bien no sentía nada en absoluto?” (p. 77). Estas preguntas retóricas plantean diversas formas de hipotetizar sobre Romand y los móviles de los asesinatos. Si bien el autor responde algunas de ellas, otras funcionan como disparadores de la lectura; una vez más, la novela muestra que no hay una sola respuesta correcta y satisfactoria, sino que hay numerosas formas de entender el hecho criminal. En este sentido, en El adversario, el autor enfatiza una mirada de la realidad que es compleja y multicausal; no hay una forma concluyente que dé cuenta de los sentimientos abrumadores que atormentaban a Romand.
En este punto, la rutina sostenida por Jean-Claude durante años es leída como un símbolo del vacío existencial que atraviesa al protagonista. En su cotidianeidad, Romand es un ser “residual y anestesiado” (p. 77), obligado a atravesar a escondidas de todo y en completa soledad el paso de sus días. En este sentido, las mentiras del protagonistas son un discurso superficial que ofrecen para el exterior el relato de un profesional exitoso, reconocido y económicamente próspero. Es fundamental retomar la particularidad que tienen los engaños en la vida de Romand: “Una mentira, normalmente, sirve para encubrir una verdad, algo vergonzoso, quizá, pero real. La suya no encubría nada. Bajo el falso doctor Romand no había un auténtico Jean-Claude Romand” (p. 77). Este análisis introduce una dimensión fundamental del protagonista; si el engaño se utiliza como estrategia para esconder algo poco beneficioso para el mentiroso, en la vida del acusado no hay verdad porque no hay vida que no sea el vacío. En esta definición, Carrère postula la idea de que el personaje público de Romand es una interpretación, una actuación permanente, en la que el único espacio en donde puede permitirse salir de esa dimensión performática es en esos momentos de soledad. La única verdad que existe en la vida del acusado es, entonces, pasar “las horas acostado mirando al techo” (p. 77). De alguna manera, cuando Romand no está obligado a responder a los mandatos sociales que se había impuesto -una profesión distinguida, una familia feliz y plena a la que debe sostener-, es en donde puede permitirse ser él mismo. Una vez más, el terror a defraudar, a incumplir con sus expectativas lo obligan a tener una farsa como única forma de vida posible.
En este sentido, la aparición del personaje de Corinne representó para Romand una cómplice, una compañera para esos espacios de soledad absoluta. Si bien la conoció en el mundo que ambos compartían, la relación íntima de los dos se da en esos espacios habitados por Romand mientras fingía tener compromisos laborales en París. En palabras del autor, “Al invitarla y al instaurar la costumbre de las entrevistas a solas, la había introducido en el otro mundo, en el que él había estado siempre solo, donde por primera vez ya no lo estaba” (p. 91). La dimensión que cobra este romance es significativa por numerosos aspectos. En primer lugar, Romand tuvo un motivo real para mentirle a su círculo íntimo; así, no le comentó a su mujer la existencia de un vínculo amoroso paralelo a su matrimonio. La rutina de Romand consistía en consumir el tiempo muerto vagabundeando por los bosques, hoteles y cafés, fingiendo estar en congresos, en la OMS. El personaje de Corinne le ofreció una coartada perfecta: ahora, las mentiras tenían un sentido porque ocultaban el affaire extramatrimonial.
En este punto, la presencia de esta mentira revela entonces que hay, por primera vez, una verdad: el amor a Corinne representa el sentimiento genuino que debe ser ocultado para no lastimar a su esposa. Hasta su amigo Luc supo sobre este romance; al fin, Romand contaba con algo suyo que era verdadero. Poder habitar una vida propia y genuina representó, aunque sea momentáneamente, la posibilidad de decirle toda la verdad a Corinne y que la mujer lo entendiera y perdonara. Sin embargo, en este relato, el vacío de su existencia reaparece: “falso médico pero auténtico espía, auténtico traficante de armas, verdadero terrorista, sin duda la habría seducido” (p. 92). Para Romand, la vida triste y temerosa que esconde detrás de la máscara que le presenta al mundo no es atractiva para nadie, menos para su amante. Una vez más, Carrère plantea de manera hipotética las dudas que atormentaban al protagonista; el vacío de su vida cotidiana no merecía el amor de nadie.
En una vida en donde todo puede inventarse, lo único que parece genuino y creíble en Romand son sus sentimientos. Así, cuando se separó de Corinne, llevó adelante un intento de suicidio, sin demasiado éxito, que lo expuso frente a Florence en toda su vulnerabilidad. Si bien inventó que su pena se debía al fallecimiento de un jefe suyo en la OMS, es cierta la angustia que siente el acusado.
Es interesante la relación que sostiene el acusado con las dos mujeres de su vida. Ambas decidieron, sin demasiado éxito, cortar el vínculo amoroso con Romand pero, sin embargo, tanto Corinne como Florence siguieron en contacto con el hombre. ¿Cómo hizo él para garantizar la presencia de las mujeres en su vida? En ambos casos, Carrère sugiere que el cáncer inventado por Romand fue satisfactorio para que mantengan un interés suficiente en él y no se atrevan a suspender para siempre la relación. Este gesto del protagonista puede leerse de diferentes maneras. Por un lado, revela una actitud perversa, ya que utiliza a su favor la invención de una agonía como una estrategia para mantener la atención, para que ninguna de las dos se atreva a dejar solo a un paciente terminal. Sin embargo, aunque el cáncer es una mentira, los efectos son reales; Romand es tratado por su entorno como una persona enferma y él mismo se siente de esa manera. “Solo en casa, Jean-Claude se pasaba el día en su cama húmeda, con la colcha subida hasta más arriba de la cabeza” (p. 97) describe el narrador; una vez más, el autor muestra que Romand es una víctima de sus invenciones, que sufre por ellas tal como lo hace su entorno.
En estos capítulos, se comienza a anticipar qué condujo a Jean-Claude a ese trágico y fatal desenlace. En este sentido, la mención de la muerte accidental de su suegro inaugura una nueva duda en los lectores: ¿fue el hombre también una víctima de Romand? Por una parte, la respuesta es afirmativa, ya que el acusado dilapidó los ahorros familiares para sostener la ficción de su vida cotidiana, marcada por los viajes a París para verse con Corinne, la adquisición de una nueva casa familiar, un auto lujoso. En este punto, Pierre Crolet fue estafado y, por lo tanto, también lo fue su hija como descendiente legítima del hombre. Sin embargo, la gran incógnita se vincula con si también Romand asesinó a su suegro. Carrère introduce una dimensión fundamental para el acusado: tiene la necesidad megalómana de ser alguien importante. Matar a su suegro por una discusión sobre dinero lo constituye como un estafador más, un delincuente vulgar, no un sujeto “impelido por una oscura fatalidad a cometer actos que suscitan horror y piedad” (p. 83). Esta mirada sobre Romand como el héroe de la tragedia subraya una vez más la perspectiva que tiene Carrère para abordar al protagonista: es el héroe de su propia tragedia, alguien que llegó hasta el abismo de su existencia y actuó de manera impredecible.
De alguna manera, el acusado es ese ser excepcional cuyas circunstancias lo obligaron a asesinar a toda su familia pero también es ese vulgar estafador. Estas dos caras conviven en Romand; en estos capítulos se desgrana de manera completa la necesidad de dinero que tiene el protagonista para poder financiar ese estilo de vida que se corresponde con su ficción. En este sentido, la aparición de Corinne transforma también las finanzas del acusado, que utiliza los recursos económicos como forma de seducción. Joyas, cenas en hoteles en París, escapada romántica a Leningrado; todo eso se costea con el dinero de sus víctimas. La situación se tensó al límite cuando la misma Corinne le pidió asesoría financiera; ella, una mujer joven y decidida, no iba a dejarse engañar por las excusas utilizadas por Romand para demorar el pago. En este sentido, la mujer, que en algún momento representó una nueva esperanza para el acusado, fue, finalmente, un catalizador de su destrucción; en palabras del narrador, “al poner las manos en el dinero de Corinne, hacía inevitable la catástrofe” (p. 101). Más temprano que tarde, la realidad de Romand se vería obligada a salir a la luz para todo su entorno.