Balún Canán

Balún Canán Imágenes

La vida de la ciudad

Cuando la narradora recorre las calles de Comitán junto a su madre, describe con vívidas imágenes sensoriales el ajetreo y la vida de la ciudad. La mirada de la niña, propensa a personificar todo su entorno, se concentra primero en los balcones, y desde esa perspectiva se mueve por la calle y observar a la gente que pasa:

Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga. Y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera (p. 11).

A continuación, la niña se interna en el mercado y las imágenes sensoriales dan cuenta del ajetreo de los negocios y los clientes:

Ahora empezamos a bajar la cuesta del mercado. Adentro suena el hacha de los carniceros y las moscas zumban torpes y saciadas. Tropezamos con las indias que tejen pichulej, sentadas en el suelo. Conversan entre ellas, en su curioso idioma, acezante como ciervo perseguido. Y de pronto echan a volar sollozos altos y sin lágrimas que todavía me espantan... (p. 11)

Las descripciones del mercado continúan:

Pasamos frente a las tiendas que huelen a telas recién teñidas. Detrás del mostrador el dependiente las mide con una vara. Se oyen los granos de arroz deslizándose contra el metal de la balanza. Alguien tritura un puñado de cacao. Y en los zaguanes abiertos entra una muchacha que lleva un cesto sobre la cabeza y grita, temerosa de que salgan los perros, temerosa de que salgan los dueños... (p. 12).

La naturaleza

En el viaje a Chactajal y luego en la finca, las imágenes de la naturaleza abundan. Durante el viaje, por ejemplo, la narradora está atenta a los cambios del paisaje, y los describe de la siguiente manera:

Tardan en acabar los llanos. Y cuando acaban se alza el cerro, con sus cien cuchillos de pedernal, con su vereda difícil. Mido la altura de lo que vamos subiendo por el jadeo del indio que me carga. Parejos a nosotros van los pinos. Detienen al viento con sus manos de innumerables dedos y lo sueltan ungido de resinas saludables. Entre las rocas crece una flor azul y tiesa que difunde un agrio aroma de polen entre el que zumba, embriagada, la abeja. El grueso grano de la tierra es negro.

En algún lugar, dentro del monte, se precipita el rayo. Como al silbo de su pastor, acuden las nubes de lana oscura y se arrebañan sobre nosotros" (p. 63).

Más adelante, la narradora describe los llanos ante el espectáculo del alba:

"El viento del amanecer desgarra la neblina del llano. Suben, se dispersan los jirones rotos mientras, silenciosamente, va desnudándose la gran extensión que avanza en hierba húmeda, en árboles retorcidos y solos, hasta donde se yergue el torso de la montaña, hasta donde espejea el río Jetaté" (p. 73).

Los indios

Desde la llegada de la familia a la finca de Chactajal, las imágenes de los indios ilustran su aspecto físico y sus vidas marginadas, sobre todo con imágenes visuales: "Son indios. Mujeres de frente sumisa que dan el pecho a la boca ávida de los recién nacidos; criaturas barrigonas y descalzas; ancianos de tez amarillenta, desdentados" (p. 64).

Luego, una vez en Chactajal, las imágenes de los indios son captadas por la visión del patrón, en una serie de descripciones que destacan su forma de vida pobre y rudimentaria:

Las mujeres, que molían el maíz arrodilladas en el suelo, suspendieron su tarea y se quedaron quietas, con los brazos rígidos, como sembrados en la piedra del metate, con los senos fláccidos colgando dentro de la camisa. Y los miraron pasar a través de la puerta abierta del jacal o de la rala trabazón de carrizos de las paredes. Los niños, desnudos, panzones, que se revolcaban jugando en el lodo confundidos con los cerdos, volvían a los jinetes su rostro chato, sus ojos curiosos y parpadeantes (pp. 77-78).

Más adelante, las imágenes de los indios jóvenes en el río contrastan mucho con las citadas anteriormente: "Los jóvenes de torso lustroso, como de cobre pacientemente abrillantado, nadaban. Se zambullían con agilidad, se deslizaban a favor de la corriente, volvían al punto del que partieron, todo con un silencio, con una facilidad de pez" (p. 148).

Los ritos de los indígenas

Una vez instalada la familia en Comitán, la voz narradora presta mucha atención a los rituales que suelen practicar los indios y los describe con vívidas imágenes visuales.

El día de la Virgen, por ejemplo, el ritual se describe de la siguiente manera:

Las mujeres, enroscadas en la tierra, mecían a la criatura chillona y sofocada bajo el rebozo, e iniciaban, en voz alta y acezante, un monólogo que (...) adquiría inflexiones ásperas como de reprensión, como de reproche ante el criado torpe... Y luego las mujeres volvían el rostro humilde ante el nicho que aprisionaba la belleza de Nuestra Señora de la Salud. Las suplicantes desnudaban su miseria, sus sufrimientos, ante aquellos ojos esmaltados, inmóviles. Y su voz era entonces la del perro apaleado, la de la res separada bruscamente de su cría. A gritos solicitaban ayuda (...). Hasta que, poco a poco, la voz iba siendo vencida por la fatiga, iba disminuyendo hasta convertirse en un murmullo ronco de agua que se abre paso entre las piedras (p. 124).

Los hombres, por su lado, participan del ritual de una forma totalmente diferente:

Los hombres entraban tambaleándose en la ermita y se arrodillaban al lado de sus mujeres. Con los brazos extendidos en cruz conservaban un equilibrio que su embriaguez hacía casi imposible y balbucían una oración confusa de lengua hinchada y palabras enemistadas entre sí. Lloraban estrepitosamente golpeándose la cabeza con los puños y después, agotados, vacíos como si se hubieran ido en una hemorragia, se derrumbaban en la inconsciencia. Roncando, proferían amenazas entre sueños. Entonces las mujeres se inclinaban hasta ellos y, con la punta del rebozo, limpiaban el sudor que empapaba las sienes de los hombres y el viscoso hilillo de baba que escurría de las comisuras de la boca (p. 125).

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