Resumen
Felipe duerme en la cama de Aura con una sensación de angustia e insatisfacción. Al despertar, busca inquieto una presencia, no la de la muchacha, sino “la doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada” (p.40). Siente que algo en él busca su “otra mitad” (p.40). Luego, se baña pensando en que Aura y Consuelo siempre que están juntas hacen lo mismo, como si una imitara a la otra.
La campana anuncia el desayuno, Felipe abre la puerta y encuentra a Aura con un velo verde sobre su rostro. Él le ruega que se vayan juntos de esa casa, le explica que tiene que dejar atrás su devoción por Consuelo, dejar de sacrificarse por su tía. Aura responde que es Consuelo quien se sacrifica por ella y le explica que Consuelo saldrá todo el día. A la noche, ella lo esperará en su recámara.
La muchacha sale agitando su campana y aparece Consuelo, con su vestido y velo blanco amarillento, anunciando que saldrá y que confía en que él trabajará con las memorias de su esposo. Felipe espera a que la anciana salga para entrar a su habitación, donde esquiva las ratas y abre el baúl en el que la señora guarda las memorias de Llorente. Allí, Felipe encuentra papeles y unas fotografías, y se las lleva a su habitación.
Felipe lee los escritos de Llorente hasta llegar a un apartado en donde el general se dirige a su esposa Consuelo para lamentarse de que no hayan podido engendrar hijos, lo cual causó mucho dolor a la mujer. Le ruega además que intente conformarse, en lugar de recurrir a una “imaginación enfermiza” (p.45), que desista de tomar los brebajes que prepara con las hierbas que planta en el jardín. Sabe, de todas formas, que su esposa no se engaña, porque “las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo, pero sí en el alma” (Ibid.). En un momento Llorente confiesa haber tenido que recurrir a médicos, aunque no pudo impedir que Consuelo asegurara haber engendrado o que caminara con una mirada fantasmagórica diciendo “voy hacia mi juventud, mi juventud viene hacia mí” (Ibid.). Las memorias de Llorente terminan poco después.
Felipe mira los retratos que tomó también del baúl. Está el viejo general Llorente, vestido de militar, con la fecha de 1894. Luego reconoce a Aura, pero la fotografía está fechada en 1876 y debajo de ella se señala que es el décimo aniversario del matrimonio con Llorente. La fotografía está por la misma Consuelo Llorente. También observa otra, en donde Felipe reconoce a Aura, aunque ya no tan joven, y en el viejo que la acompaña se reconoce a sí mismo, solo que con barba blanca. Abrumado, Felipe comienza a tocarse el rostro, el cual ahora sabe una máscara usada durante los últimos veintisiete años para tapar su rostro verdadero, aquel que había olvidado tener. Luego hunde su cara en la almohada, con el objetivo de proteger sus facciones, su juventud.
Se hace de noche y Felipe busca a Aura en la habitación de Consuelo. En la oscuridad, la voz de la muchacha le señala que no la toque, que se acueste a su lado. “Ella puede regresar en cualquier momento” (p.45), advierte Felipe, pero la otra voz le dice que no, que ya ella nunca volverá, que está agotada, que nunca pudo mantenerla a su lado más de tres días. Felipe le dice a Aura que la ama, la desnuda y la abraza. Eventualmente, la luz empieza a alumbrar el pelo canoso y la piel envejecida de aquel cuerpo. Él sigue besando la boca envejecida de Consuelo, a quien siempre ha estado besando, y siente que él también ha regresado. Consuelo promete: “Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la haré regresar” (p.50).
Análisis
El tema del doble, quizás el más importante de la novela, aflora con todo su esplendor en este último capítulo. La temática en cuestión proviene de una larga tradición en la literatura occidental, y Fuentes parece reunir muchos aspectos de esta en su novela. En términos generales, el tema del doble aparece en literatura a partir de la existencia de, por supuesto, una duplicación. Aunque este concepto puede manifestarse de diversas maneras, la noción de duplicación suele aludir a un personaje, situación o elemento que se refleja en otra versión idéntica o similar al interior de la obra. Esas dos versiones suelen representar distintos aspectos de una misma identidad. El ejemplo más canónico en la literatura es la novela El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, donde Stevenson retrata a dos personajes que son, en verdad, el mismo, y que representan la dualidad humana entre el bien y el mal.
En el caso de Aura nos enfrentamos a otra clase de dualidad. Tenemos personajes que representan a una misma identidad, pero los aspectos diversos de dicha identidad no tienen que ver con diferencias morales, sino más bien con dos momentos en la vida de una misma personalidad, dos edades distintas. La duplicación, en todo caso, se da entre el pasado y el futuro. La trama revela, en este último capítulo, que Aura y Consuelo son en verdad la misma mujer en dos momentos diferentes de su vida: en la juventud y en la vejez. Esto lo comprueba el protagonista al observar las fotografías que guarda el general Llorente entre sus memorias, en las cuales reconoce a la muchachita a quien tenía por Aura, pero bajo el nombre de Consuelo. Sin embargo, quizás el punto de giro más sorprendente de este desenlace tiene que ver con la revelación de otra identidad dual, la del mismo protagonista con el general Llorente:
Al despertar, buscas otra presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la que te inquieta, sino la doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada. Te llevas las manos a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en desarreglo: esa tristeza vencida te insinúa, en voz baja, en el recuerdo inasible de la premonición, que buscas tu otra mitad, que la concepción estéril de la noche pasada engendró tu propio doble (p.40).
Tal como dice la frase citada, lo que más perturba al protagonista no es la sospecha de la identidad dual de Aura y Consuelo, sino la de la propia. El concepto del doble se pone incluso en palabras en esta suerte de revelación caótica que atraviesa la mente del protagonista. Felipe lidia, en este instante, con lo más álgido de un combate que, ahora sabe, tiene más lugar en su interior que en su exterior. Él se presuponía, hasta el momento, como un observador externo de esa lógica misteriosa que reinaba en la casa. Al registrar las extrañezas en los comportamientos de Consuelo y Aura, no se veía relacionado con ellos. Pero ahora se ve a sí mismo, como en un espejo, en un retrato antiguo: “La verás en compañía del viejo, (...) es ella, es él, es . . . eres tú” (p.46). La voz narradora describe el nuevo estadio de confusión del personaje, que ahora, entiende que lo más extraño, lo que realmente debe desentrañar, tiene que ver consigo mismo, con algo que debe terminar de recordar:
Caes agotado sobre la cama, te tocas los pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano invisible te hubiese arrancado la máscara que has llevado durante veintisiete años: esas facciones de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han cubierto tu verdadera faz, tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías olvidado (p.46).
El tema del doble suele estar asociado, como en este caso, con un elemento particular: la máscara. De por sí, dicho elemento funciona como un símbolo de una identidad ficticia, de fantasía, que oculta una identidad real. La máscara permite la adopción, por medio de la fantasía, de una identidad distinta a la propia; es el elemento que permite el cumplimiento de otro rol. En este caso, la máscara le permite a Felipe adoptar el papel de un muchacho joven, ocultando así la otra cara de su identidad, que es la vejez. El protagonista entiende, en este momento, que es el general Llorente, y que Felipe Montero no es sino una identidad ficticia, una ficción que él mismo creyó real, al punto de olvidar su identidad originaria, su realidad oculta. “Tapas con una mano la barba blanca del general Llorente”, describe la voz narrativa el momento en que Felipe revisa las fotos, “lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras, borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú” (p.47).
Lo anterior abre a un análisis acerca de una característica propia de la máscara, que es que a veces la apariencia simulada resulta tanto o más verosímil que la identidad oculta. Esto permite instalar la pregunta acerca de cuál es la realidad y cuál es la apariencia en ese juego de identidades intercambiables. En este sentido, la máscara y sus efectos guardan muchas similitudes con la noción de fantástico en tanto subgénero literario. En un relato fantástico, a diferencia del maravilloso, las leyes presentadas en el universo representado parecen similares a las del mundo real. A partir de un momento, el realismo es asaltado por un hecho sobrenatural que quiebra esa presunta lógica. El efecto, en general, del fantástico, es que justamente instala la sospecha de la realidad del mundo que se concebía realista.
Aura es, en este sentido, un relato fantástico. Hasta determinado momento de la trama, todas las situaciones pueden analizarse desde un punto de vista racional acorde al realismo. Es, de hecho, lo que procura hacer el protagonista, que rápidamente lee en la dinámica extraña de comportamiento entre las dos mujeres una situación de dominación donde una anciana malvada somete a su sobrina. En este capítulo sabemos, junto al protagonista, que las explicaciones racionales ya son inaplicables. La implicancia de la identidad dual del personaje trae aparejada una noción temporal que rompe con la lógica de la realidad tal y como Felipe (y el lector) la concebían. En el mundo del relato es posible la duplicación de identidades, es posible la yuxtaposición de dos momentos distintos de una misma línea temporal, y es también posible la existencia de fantasmas que se creen personas vivas y jóvenes.
En el instante de revelación, el protagonista se rebela contra las convenciones de un universo en el que imaginaba y por el cual se siente engañado. Felipe pone en crisis sus creencias, se asoma al abismo de una realidad imprevista y desconcertante, para más tarde terminar de abandonarse a una lógica en donde ya no buscará explicaciones:
No volverás a mirar tu reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para engañar el verdadero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas mentirosas, ya no te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo (p.40).
El tema del tiempo atraviesa la novela poniendo en juego, en un mismo espacio, dos nociones contrapuestas: una idea lineal y otra circular. La primera es, claramente, la que establece una consecución consecutiva de los acontecimientos. Dicha consecución es irrefrenable, ingobernable: el paso del tiempo avanza cronológicamente, linealmente, sin importar las voluntades que quieran oponerle resistencia. En el tiempo circular, en cambio, la línea se curva, las puntas se tocan entre sí estableciendo una lógica de repetición. Como en un reloj, es posible pasar más de una vez por el mismo punto. En la lógica de la ficción de esta novela, dos puntos de una línea temporal coinciden, se yuxtaponen. La versión joven de Consuelo comparte espacio con la última versión de la anciana con vida. Lo mismo sucede con Felipe, aunque el personaje no lo sepa hasta este momento de revelación.
El tiempo cronológico golpea con toda su realidad a un protagonista que se creía en un instante de la línea temporal que no le correspondía. El “verdadero tiempo” es el que avanza veloz, el que atropella la juventud y da paso irrefrenable a la vejez y a la muerte. El protagonista de Aura descubre que no tiene la edad que creía tener, la edad que presuponía su máscara. La realidad oculta, ahora descubierta, no solo revela que es más anciano de lo que pensaba, sino que, de hecho, ya le ha llegado la muerte. Su existencia es la de un fantasma: es el fallecido general Llorente.
El tema del doble y el del tiempo, tal y como se trabajan en la novela, coinciden en la noción de repetición. En Aura se duplican y repiten identidades, versiones de una misma entidad que representan distintos instantes de una existencia en una línea temporal. De por sí, esto explica muchas de las constantes que tienen lugar en el relato. Es interesante en este punto cómo opera la noción de repetición, porque su presencia aumenta a medida que progresa la trama. No solo los comportamientos de Aura y Consuelo instalan una lógica repetitiva, sino que el protagonista no deja de “repetirse” a sí mismo aquello que percibe:
Te repites que siempre, cuando están juntas, hacen exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen, comen, hablan, entran, salen, al mismo tiempo, como si una imitara a la otra, como si de la voluntad de una dependiese la existencia de la otra (p.40).
En el pasaje citado, que se utiliza para describir la coincidencia de movimientos y comportamientos entre Consuelo y Aura, se cifra la verdadera esencia que une a ambos personajes femeninos: la similitud. Aunque no logra terminar de admitirlo, Felipe es capaz de registrar que la voluntad de una de esas mujeres depende, efectivamente, de la de la otra. Está, por ende, empezando a comprender que Aura no existe sino por el deseo de Consuelo. La joven es una corporeización de la voluntad de Consuelo de evocar su vitalidad y juventud, y, por ende, todos los movimientos de esa existencia fantasmática dependen de quien la ha creado, Consuelo.
El desenlace también trae aparejada otra revelación, la de un trauma en la historia de Consuelo. Felipe lee a Llorente -es decir, a sí mismo- lamentando la condición de esterilidad que tanto hace sufrir a su esposa:
Sé por qué lloras a veces, Consuelo. No te he podido dar hijos, a ti, que irradias la vida. (...) Le advertí a Consuelo que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo, pero sí en el alma..." (p.45).
Son varios los elementos que así se reunifican en un sentido. Para Consuelo, quien evidentemente deseaba engendrar un hijo, la infertilidad se traduce en un trauma, el cual parecería ser el detonante de su disociación. La mujer considera demasiado dolorosa su situación, quizás inaceptable, y opta entonces por ver la realidad de otra forma. Allí comienza su vínculo con las hierbas: primero recurre a esta medicina alternativa para reparar, aliviar, su dolor, y también para ver si en la alquimia herbaria es posible encontrar una cura: "La encontré delirante, abrazada a la almohada. Gritaba: 'Sí, sí, sí, he podido: la he encarnado” (p.45).
El progreso de Consuelo hacia la irracionalidad aparece perfectamente registrado en las memorias de Llorente, que asiste a la pérdida de su esposa tal y como la conocía. Consuelo pasa a ser una mujer convencida de que puede dar a luz, cuando en verdad es estéril. Pero no es un hijo lo que cree engendrar, si no a sí misma, a su propia doble. Anota Llorente en sus memorias: "Hoy la descubrí, en la madrugada, caminando sola y descalza a lo largo de los pasillos” (p.45). El hombre intenta hablar con su esposa, pero esta declara sin mirarlo: “No me detengas —dijo—; voy hacia mi juventud, mi juventud viene hacia mí" (Ibid.).
La fertilidad se asocia, naturalmente, a la vida y a la juventud. Ello explica que Consuelo comience a desesperarse por la carencia de esos atributos, y así comienza un proceso de disociación, en el cual crea otra versión de sí misma, más joven. Luego de esto, solo falta que el general Llorente encarne también su propia versión joven. Ahora la pareja tiene una segunda oportunidad, en la cual el amor supera a las circunstancias físicas, al paso del tiempo que tanto dolor causa. Según los registros escritos de Llorente, Consuelo declara que “la encarnó” su juventud, término que se repite en una de las últimas frases de la novela:
Hundirás tu cabeza, tus ojos abiertos, en el pelo plateado de Consuelo, la mujer que volverá a abrazarte cuando la luna pase, sea tapada por las nubes, los oculte a ambos, se lleve en el aire, por algún tiempo, la memoria de la juventud, la memoria encarnada (p.50).
Los dos temas más importantes de la novela se vinculan, de este modo, en forma estrecha. El doble y la memoria coinciden en un mismo cuerpo, se trata en ambos casos de la materialización de una versión de la propia identidad. La memoria encarnada de Consuelo es Aura, mientras que la de Llorente es Felipe.
“Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la haré regresar” (p.50), cierra el relato la protagonista femenina. En esa última frase, Consuelo se dirige a Felipe y le promete devolverle a Aura. Evidencia en sus palabras lo que hasta el momento podía solo suponerse, que es que la existencia de Aura depende de su voluntad y de su fuerza. Aura es la proyección de una juventud y vitalidad perdidas en Consuelo, como Felipe lo es también del general Llorente. Al final de la novela, el matrimonio yace en la cama, ambos corporizados en las versiones ancianas de sí mismos. En esa situación, la mujer promete a su marido que pronto volverán a revivir esos instantes de juventud, pero necesita recuperar las fuerzas para hacerlo, para traer esos cuerpos de fantasía que han dado en nombrar Aura y Felipe.
Como se dijo desde el comienzo del análisis, Aura está narrada en una segunda persona que, podemos asumir, se trata de la voz de Consuelo. En este sentido, el hecho de que la última frase de la novela se exprese por ese mismo personaje parece proponer una suerte de reunión, de cierre circular a una estructura narrativa regida por esa voz. Esto resalta el carácter circular de la trama, esa ficción ritual que los personajes parecen revivir una y otra vez con el objetivo de burlar la linealidad, la cronología, el paso del tiempo que todo lo corrompe.