(…) leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico.
En su diario personal, García Madero hace un retrato casi paródico de lo que eran los talleres literarios de los años 70. Álamo es un escritor reconocido; algunos críticos sostienen que para crearlo Bolaño se inspiró en la figura de Juan Bañuelos, defensor del levantamiento zapatista y poeta de un grupo llamado “La espiga amotinada”.
La figura de Álamo, este poeta que dirige un taller en el que se critican poemas arbitrariamente, según García Madero, cumple en la historia el rol del escritor burocratizado que se doblega ante la moda y las apariencias.
Por la mañana hablé con mi tío por teléfono. Me preguntó cuándo pensaba volver. Siempre, le dije. Tras un silencio embarazoso (seguramente no entendió mi respuesta, pero no quiso admitirlo), me preguntó en qué estaba metido. En nada, le dije. Esta noche te quiero ver en casa como Dios manda, dijo, o atente a las consecuencias, Juan.
En lugar de volver a casa, García Madero emprende la aventura de seguir a los real visceralistas a donde sea. A los días de esta conversación con su tío, se muda con Rosario, una joven a la que conoció en el bar La Encrucijada. Días después, parte repentinamente con Lupe, Ulises y Arturo hacia Sonora.
Esta conversación con su tío deja constancia de que, a pesar de que García Madero es huérfano, deja atrás una familia de valores más tradicionales que busca protegerlo. Es decir, la vida errante en su caso es una experiencia que elige y no un destino inevitable fruto de su condición.
Durante unos segundos creí que estaba soñando o que me hallaba irremediablemente perdido en la vecindad, junto a Rosario. La abracé y busqué su rostro en la oscuridad. Era Lupe y sonreía como una araña.
Este es uno de los tantos ejemplos en los que los personajes de Los detectives salvajes tienen momentos de ensoñación, lapsus o delirio.
García Madero duerme en la cama de María y se despierta con las caricias de alguien que se acostó junto a él. Lo que parece ser una escena erótica culmina con una imagen perturbadora; la mujer que acaricia es en realidad una araña. En esta novela, el terror aparece a través de lo metafórico. El miedo se instala aunque no se sepa en ningún momento a qué se teme exactamente.
El resto de la tarde lo dedicamos a pasear. Y me pasó una cosa curiosa con estos pibes, o con el café con leche que me invitaron, yo les notaba algo raro, como si estuvieran allí y al mismo tiempo no estuvieran, no sé cómo explicarme (…)
De la misma forma en que podemos decir que hay algo fantasmal en el México que compone Bolaño en Los detectives salvajes, también podemos encontrar cierta aura fantasmática en "estos pibes", es decir, en Arturo y Ulises. Este juego de presencia-ausencia es percibido por más de un personaje cuando están ante ellos. Tanto en personajes que los aborrecen como en personajes que les tienen afecto, Ulises y Arturo despiertan una sensación de inquietud. Hay algo particular, extraño, poco familiar en ellos. Algunos comportamientos no son fáciles de explicar, pero, sobre todo, su presencia es de por sí perturbadora. En este caso, inclusive Logiacomo, un escritor argentino que tiene un trato casi nulo con los poetas real visceralistas, nota algo inquietante en la dupla, y es lo mismo que notan otros personajes como Amadeo Salvatierra o Alfonso Pérez Camarga y a lo que se refieren con exactamente las mismas palabras.
Y así pasaron las horas, con rosario y mi general enzarzados en lo que los jóvenes y no tan jóvenes llaman hoy una pisada o un guagüis o un burrito o un palo o un clavo o un parcheo o un pa tus chicles o un pa tus tunas o un te voy a dar pa dentro de tres días, aunque ellos lo que se estaban dando era para el resto de la eternidad.
Bolaño dijo una vez en una entrevista que “la literatura se alimenta de la oralidad, del habla de la tribu, de la jerga de la tribu” (Braithwaite, 2011, p. 27). En este caso, Amadeo Salvatierra abre el abanico de sinónimos coloquiales mexicanos para hablar del coito, exhibiendo las diferentes posibilidades del lenguaje. Esta es una respuesta contundente a la pregunta que varias veces se le hizo a Bolaño con respecto a si la literatura estaba agotada. En el habla de la gente, en la observación de las voces entrecruzadas y superpuestas está la literatura. Mientras los humanos puedan hablar nunca estará agotada. Amadeo, un poeta aunque ya no escriba, a pesar de que no usa estas expresiones y las atribuye a los jóvenes, las ha escuchado, las registró y puede dar cuenta de ellas en su discurso. Así es como debe operar, según Bolaño, un poeta.
Y entonces yo volví a pensar en Estridentópolis, en sus museos y en sus bares, en sus teatros al aire libre y en sus periódicos, en sus escuelas dormitorios para los poetas transeúntes, en esos dormitorios donde dormirían Borges y Tristán Tzara, Huidobro y André Bretón.
Estridentópolis fue el proyecto de ciudad del escritor mexicano Manuel Maples Arce y los estridentistas. Habían llamado a la ciudad de Xalapa “Estridentópolis”, ciudad en la que Maples Arce era secretario de gobierno. El estridentismo, padre del real visceralismo, creía que había que desbordar la esfera de la poesía hacia todas las disciplinas. Estridentópolis era efectivamente su proyecto más ambicioso: crear una ciudad vanguardista que fuera expresión del movimiento.
Los locos giraban a mi alrededor y yo me quedé quieto como el pensador de Rodin y los miré y luego miré el cielo y vi hormigas rojas y negras enzarzadas en combate y no dije ni hice nada. El cielo era muy azul. La tierra era marrón clara, con piedras y terrones. Las nubes eran blancas y corrían en dirección oeste. Luego miré a los locos que deambulaban como fichas de un azar aún más enloquecido, y volví a cerrar los ojos.
A lo largo de toda la novela, vemos a algunos personajes caer en desgracia. Uno es el caso de Quim Font, que comienza la segunda parte de la novela internado en un hospital psiquiátrico. Su locura se intensifica en algunos pasajes en los que directamente pierde el hilo conductor del pensamiento. Sin embargo, su mirada es poética. Es importante esto, ya que según Bolaño la poesía se encontraba, ante todo, en la mirada. “La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una educación más o menos correcta, sino a un compromiso o, mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida” (Braithwaite, 2011, p. 25).
Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.
A pesar de que en esta cita el crítico está hablando específicamente sobre el vínculo entre la obra y la crítica, también puede decirse que está dando una máxima que recorre la novela entera. De algún modo, todo lo que comenzó en un tono jocoso, algo irónico, esa pesquisa que tiene su punto de partida en la figura de Cesárea, acaba como una tragedia. Es decir, lo que comienza como un juego de detectives, los hijos del real visceralismo buscando a su madre fundadora, culmina en muerte y destrucción. La muerte de Cesárea es también la muerte de toda una idea vanguardista de la espacialidad modernista, de la experiencia estética y de una articulación arte-vida muy propia de la época.
Todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como misterio.
El escritor Hernando García León cuenta entre bromas cómo lo sorprendió la fama. Luego, relata el momento en que tuvo una aparición de la Virgen. Es por eso que, lo que comienza como comedia, acaba como un misterio: no sabe por qué y nunca lo sabrá, pero es un escritor a quien su libro se lo ha dictado la Virgen.
A su vez, además de acabar como tragedia, Los detectives salvajes también acaba como misterio, dejando cabos sueltos, historias truncas, informaciones contradictorias sin resolver y enigmas sin develar.
Y el que leía levantó la vista y me miró como si yo estuviera detrás de una ventana o como si él estuviera al otro lado de una ventana, y dijo: tranquilo, no pasa nada. (...) Y entonces yo miré las paredes de mi sala, mis libros, mis fotos, las manchas del techo y luego los miré a ellos y los vi como si estuvieran al otro lado de una ventana, uno con los ojos abiertos y el otro con los ojos cerrados, pero los dos mirando, ¿mirando hacia afuera?, ¿mirando hacia dentro?, no lo sé, solo sé que sus caras habían empalidecido como si estuvieran en el Polo Norte, (...) y entonces les dije: muchachos, ¿vale la pena?, ¿vale la pena?, ¿de verdad, vale la pena?, y el que estaba dormido dijo simonel. Entonces yo me levanté (me crujieron todos los huesos) y fui hasta la ventana que está junto a la mesa del comedor y la abrí y luego fui hasta la ventana de la sala propiamente dicha y la abrí y luego me arrastré hasta el interruptor y apagué la luz.
Tanto la primera parte de Los detectives salvajes como la segunda y la tercera acaban con imágenes de ventanas. Ulises le habla dormido a Amadeo, y esto le resulta muy perturbador al viejo estridentista; tiene la sensación de estar viéndolos a través de una ventana a pesar de que están allí en su casa todavía. Hay algo fantasmático en ellos que Amadeo percibe desde el comienzo de la entrevista; ese juego de ausencia-presencia que otros personajes también dicen percibir frente a Belano y Lima.
En este caso, Amadeo cree resolver la sensación de lejanía, de inquietud y miedo para con los poetas entrevistadores abriendo la ventana, pero a la vez apagando la luz. Así termina la segunda parte y se retoma el diario de García Madero.