“... solo el bibliotecario sabe, por la colocación de cada volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Solo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada (...) y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica”.
En su primer día en la abadía, Guillermo y Adso se enteran a través del Abad de cuáles son las reglas que rigen la abadía. La biblioteca está dirigida por un bibliotecario que es el único capaz de ingresar en ella, y es el único que conoce los secretos que hay allí guardados y administra su lectura o su ocultamiento, según el libro de que se trate. Es un espacio que está vedado al resto de los monjes y, a pesar de que la función de una biblioteca es reunir un conjunto de saberes para que puedan circular fácilmente, en la abadía, la biblioteca es un espacio donde mantener secretos e inaccesibles esos saberes. Esto se debe a que muchos monjes de la abadía creen que hay saberes peligrosos y, tal como dice el abad, verdades que no todas las personas deben oír y mentiras que podrían desencadenar males diabólicos. En este sentido, Abbone repudia la “necia curiosidad” de los monjes que desean leer libros prohibidos y sugiere que deberían abocarse estrictamente a su tarea de copiado.
“Son cosas que conozco bien, Ubertino, pues yo mismo formé parte de esos grupos de hombres que creen que la verdad puede obtenerse mediante el hierro al rojo vivo. Pues bien, has de saber que la incandescencia de la verdad procede de una llama muy distinta. Cuando lo torturaban, Bentivenga puede haberte dicho las mentiras más absurdas, porque ya no era él quien hablaba, sino su lujuria, los demonios de su alma”.
En esta cita, Guillermo se remonta a su pasado como inquisidor, tarea de la cual se desentendió porque no se sentía cómodo condenando a personas a muerte basándose en pruebas dudosas que las asociaban con el diablo. En varias ocasiones durante la novela, Guillermo critica los métodos utilizados por la Inquisición para juzgar a los acusados y descree que esos métodos crueles puedan conducir a esclarecer la verdad. Por el contrario, sostiene que las declaraciones de un acusado obtenidas al “hierro al rojo vivo”, esto es, a partir de la tortura, son declaraciones forzadas, que no necesariamente coinciden con la verdad. Para Guillermo, la búsqueda de la verdad debe emprenderse por otro camino, a través “de una llama muy distinta”. Tal como demostrará durante su estadía en la abadía, la búsqueda de la verdad se logra para él a través de la razón y de la observación de los signos.
“Son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para ocultar. La santa defensa de la biblioteca está en manos de una mente perversa”.
En su primera entrada furtiva a la biblioteca, Guillermo se sorprende de la cantidad de artificios que la abadía ha desplegado para convertir la biblioteca en un espacio cerrado e inaccesible para el público. Consciente de que esos artificios están basados en nociones sabias y científicas, se lamenta de que allí el conocimiento se haya puesto al servicio de ocultar y no mostrar, “iluminar”, el enorme conocimiento que la biblioteca alberga. Al advertir esta paradoja, Guillermo nota que, para la abadía, el saber es un elemento prohibido, que conlleva en sí peligros y amenazas y, por lo tanto, debe permanecer oculto. En completo desacuerdo, el maestro concibe esa perspectiva un producto de “una mente perversa”.
“Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando, pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus secretos”.
En esta cita, Adso describe el poder que la biblioteca tiene sobre la vida de los monjes de la abadía. Es un poder contradictorio, a la vez celestial e infernal, en la medida en que, por un lado, les despierta el deseo y la curiosidad de saber, pero, por otro lado, esa curiosidad es concebida allí como un pecado, porque la biblioteca les está prohibida. Adso comprende lo paradójico de que hombres “consagrados a la escritura”, es decir, hombres eruditos que viven de consumir y producir conocimientos, no puedan tener acceso a un acervo de saber tan importante como el de esa biblioteca. En la contradicción que les reporta esa fuerza de la biblioteca (viven “por ella” y a la vez “contra ella”), Adso reconoce un potencial de violencia y peligro: sabe que los monjes esperan pecaminosamente “arrancarle” a la biblioteca sus secretos. Resuena aquí lo que el día anterior les dijo Bencio a Guillermo y a Adso: “con tal de conseguir el libro raro estaba dispuesto a cometer actos pecaminosos” (188). Pero el costo de ese desenfreno será muy alto y muchos monjes morirán en el intento de desentrañar los secretos de la biblioteca.
“Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar, un tesoro de secretos emanados de innumerables mentes…”
Guillermo le asegura a Adso que con las pocas notas de Venancio respecto del libro prohibido podrán reconstruir la naturaleza de este, argumentando que los libros suelen hablar siempre de otros libros, y por eso un libro nunca puede estar verdaderamente oculto, ya que quedan rastros de él en otros textos. Adso recibe de su maestro la teoría de que los libros son intertextuales, y que cada libro hace referencia a otros libros. Esa reflexión le resulta inquietante, porque evidencia la gran magnitud que tiene el diálogo que entablan los miles de libros que conforman la biblioteca de la abadía. Esta se revela así como una fuerza poderosa, casi infinita, incontenible e indomable por el hombre. Y efectivamente, aunque los monjes intenten mantener oculto el libro prohibido, finalmente su verdad termina saliendo a la luz.
“Pero lo que importa no es si Cristo fue o no pobre, sino si la iglesia debe o no ser pobre. Y la pobreza no se refiere tanto a la posesión o no de un palacio, como a la conservación o a la pérdida del derecho de legislar sobre las cosas terrenales”.
Durante la disputa teológica en la abadía que enfrenta a franciscanos y emisarios del Papa, Guillermo le explica a Adso qué es lo que está verdaderamente en juego cuando se discute en torno al culto de la pobreza. Para la Iglesia, adherir a la pobreza profesada por Cristo y renunciar a sus riquezas no implicaría únicamente quedarse sin joyas, oro o propiedades. La pérdida de esas riquezas implicaría también la pérdida del poder político que le permite competir con el Emperador: el poder que le da derecho a gobernar y legislar sobre los asuntos terrenales. Por eso, comprende Adso, el Emperador defiende la postura de los franciscanos espirituales, pues la pérdida de poder político del Papa redundaría en beneficio político para él.
“Bencio es víctima de una gran lujuria, que no es la de Berengario ni la del cillerero, sino la de muchos estudiosos, la lujuria del saber. Del saber por sí mismo. Se encontraba excluido de una parte de ese saber, y deseaba apoderarse de ella. Ahora lo ha hecho. Malaquías sabía con quién trataba (...). Me preguntarás de qué sirve dominar toda esa reserva de saber si se acata la regla que impide ponerlo a disposición de todos los demás. Pero por eso he hablado de lujuria. No era lujuria la sed de conocimiento que sentía Roger Bacon, pues quería utilizar la ciencia para hacer más feliz al pueblo de Dios, y por tanto, no buscaba el saber por el saber. En cambio, la curiosidad de Bencio es insaciable, es orgullo del intelecto…”
Guillermo denuncia la actitud de Bencio al entregar el libro prohibido a Malaquías, a pesar de que es una prueba necesaria para resolver los crímenes, porque está movido por la ambición de ser nombrado ayudante del bibliotecario. En esa actitud, Guillermo distingue la “lujuria del saber”, esto es, un tipo de afán por el saber que es pecaminoso, ambicioso, egoísta. Bencio añora conocer los secretos de la biblioteca pero no le interesa que ellos sean revelados a todos los monjes si el acceso a esos saberes puede convertirse, en cambio, en un privilegio del cual él solo gozará. Movido por la lujuria de saber, Bencio traiciona a sus pares y negocia con Malaquías que la biblioteca permanezca inaccesible para todos salvo para él. A ese tipo de deseo pecaminoso, que busca el saber por el saber mismo, Guillermo opone una sed de conocimiento distinta, la de su mentor Roger Bacon, y la suya propia: una que quiere compartir ese saber y ponerlo a disposición del pueblo para contribuir a su alegría y su progreso.
“No sois simples ni hijos de simples. Si os cae un campesino, quizá lo acojáis, pero, ya lo vimos ayer, no vaciláis en entregarlo al brazo secular. Pero si es uno de los vuestro, no; hay que tapar el asunto. Abbone es capaz de descubrir al miserable y apuñalarlo en la cripta del tesoro, y después distribuir sus riñones por los relicarios, siempre y cuando quede a salvo el honor de la abadía…”
En esta cita, Guillermo expone una fuerte denuncia a la orden de Abbone, que resulta ser también la de Adso. Por un lado, les reprocha su hipocresía, pues se hacen pasar por simples pero en el fondo están más preocupados por su poder; pueden acoger a un campesino o a un simple, como hizo la abadía con hombres como Salvatore, pero cuando está en juego su reputación, esa solidaridad se quiebra en absoluto y son capaces de traicionar, de “entregarlo al brazo secular”, como han hecho con Remigio y Salvatore. Por otro lado, Guillermo expone la falsedad de Abbone y su orden: con los suyos parece mostrarse solidario, pero en el fondo la motivación es conservar las buenas apariencias y, así, el poder. No hay genuina solidaridad: Abbone, piensa Guillermo, es capaz de matar al culpable y derramar sus órganos insensiblemente por toda la abadía, pero luchará por mantener el honor del lugar.
“Cada palabra del Filósofo, por la que ya juran hasta los santos y los pontífices, ha trastocado la imagen del mundo. Pero aún no había llegado a trastocar la imagen de Dios. Si este libro llegara… si hubiese llegado a ser objeto de pública interpretación, habríamos dado ese último paso”.
En esta cita, Jorge expone la razón que lo llevó a idear un plan tan macabro con tal de mantener oculto el libro prohibido de Aristóteles. Tal como expone aquí, para él la palabra de Aristóteles, “el Filósofo”, es una amenaza contra el orden establecido y, peor aún, contra la religiosidad y la imagen de Dios. Según el viejo, el segundo libro de la Poética de Aristóteles busca elevar la risa a la categoría de un arte y de material de estudio académico y filosófico. Al legitimar de esa manera a la risa, el libro de Aristóteles pondría en riesgo el miedo a Dios, que es justamente la única herramienta con la que contamos, según Jorge, para mantener el equilibrio social y religioso. Es por eso que el libro no puede llegar a manos de un público capaz de creer en esas mentiras diabólicas.
“Eres el diablo. (...) Sí, te han mentido. El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda...”
Guillermo le reprocha a Jorge su conservadurismo y su arrogancia al prohibir un libro porque amenaza el orden establecido. Frente a la postura de Jorge, que concibe el libro de Aristóteles como un elemento diabólico, Guillermo atribuye lo diabólico al propio Jorge. Para el maestro, el elemento diabólico reside en impedir que la duda ingrese, en defender una verdad fija, basada en ideas heredadas del pasado y escritas hace mucho tiempo, que Jorge repetiría como “un pajarraco” (489). En las antípodas, Guillermo cree que a veces está bien dudar y confía en que el conocimiento puede ir mutando y generando nuevos saberes, y nunca hay que estar cerrado para que esos saberes ingresen.
“Pobre cosecha fue la mía, pero pasé todo un día recogiéndola, como si en aquellos disiecta membra de la biblioteca me estuviese esperando algún mensaje (...). Al final de mi paciente reconstrucción, llegué a componer una especie de biblioteca menor, signo de la mayor, que había desaparecido… una biblioteca hecha de fragmentos, citas, períodos incompletos, muñones de libros...”
Hacia el final de la novela, un Adso adulto regresa a las ruinas de la abadía y recoge un conjunto de fragmentos de biblioteca, retazos de pergamino, pedazos de libros que han sobrevivido al fuego y el tiempo. Con esos retazos, arma una biblioteca menor que es “signo” de la biblioteca mayor que se ha perdido. Recuperando el gesto deductivo de su maestro, y la noción de que los libros siempre hablan de otros libros, Adso espera encontrar en esos fragmentos algún mensaje oculto. Su misión ahora es interpretar esos signos y develar el mensaje. Como aprendió de su maestro, Adso busca reconstruir la biblioteca de la abadía a partir de los ecos que quedan de ella en esos pocos fragmentos reunidos.