Resumen
“El día del derrumbe”
En este relato, un narrador cuenta a unos interlocutores anónimos los acontecimientos del año anterior, cuando un temblor azotó sus tierras, y lo hace acudiendo también al testimonio de un compañero suyo, Melitón, que, con gran memoria, también va aportando datos al relato. El temblor ocurrió el septiembre pasado y el narrador cree que entonces él se encontraba en Tuxacuesco, pero luego, con ayuda de Melitón, llega a la conclusión de que se encontraba en El Pochote, donde hay una capillita, hacia la cual huyeron todos cuando las paredes de las casas comenzaron a derrumbarse.
El narrador recuerda que días después del terremoto, estaban apuntalando paredes cuando llegó el gobernador, para preguntarles en qué les podía ayudar. El narrador dice, como si fuera una obviedad, que basta que el gobernador se acerque, demostrando interés, y no mostrándose indiferente, para que las cosas queden arregladas. Incluso aunque la gente haya perdido todo, queda muy contenta si puede conocer al gobernador. En esa oportunidad, el gobernador fue acompañado de un geólogo y gente conocedora.
Asimismo, el narrador y Melitón recuerdan que gastaron más de cuatro mil pesos en darles de comer a los acompañantes del gobernador, y que por suerte estuvo allí solo un día, pues si no habrían salido desfalcados. Sin embargo, la gente estaba muy contenta de que el gobernador estuviera allá y lo observaban comer, con adoración. Recuerdan también que en pleno banquete, el gobernador comía seriamente y luego, cuando todos se pusieron a cantar, él sonreía, divertido. El narrador asegura que el gobernador debía sentirse feliz, porque su pueblo era feliz.
Más tarde, recuerdan que uno de los funcionarios que lo acompañaban dio un discurso. El hombre habló de Juárez y de la estatua en homenaje a él que había en la plaza del pueblo. Recuerda el narrador que hasta entonces nadie había sabido a quién representaba ese monumento y siempre habían creído que podía tratarse de Hidalgo, Morelos o Venustiano Carranza, ya que en cualquiera de sus aniversarios se reunían todos allí a celebrarlos.
El narrador dice que, finalmente, en vez de ser una visita a las víctimas que perdieron sus cosas, aquello se convirtió en una buena borrachera. Pronto llegaron al pueblo músicos desde Tepec y se sirvió bebida y comida, que en seguida los invitados consumían, sin parecer saciarse. El despliegue fue tal que incluso los funcionarios decían que no había que escatimar en la recepción en homenaje al gobernador; hasta Melitón, que en ese entonces era presidente municipal, estuvo de acuerdo con ese gasto. Luego de la cena, el gobernador también dio un discurso, y el narrador le pide a Melitón que lo reproduzca.
Melitón cita entonces al gobernador quien, con lenguaje alto y complejo, comenzó a hablar del tinte democrático y austero de su gobierno, y de la voluntad de ayudar a su pueblo. Así, en esa oportunidad, en que la naturaleza los castigó, están allí para ayudar. Dijo también el gobernador que estaba muy dolido por el sufrimiento de la gente que había perdido sus bienes y por aquellos que habían muerto en el terremoto. De ese modo, el gobernador prometió que las fuerzas del Estado, desde su faldisterio, socorrerían a las víctimas de esa hecatombe.
Cuando terminó su discurso, un hombre borracho, que venía vitoreando al gobernador, comenzó a chillar y cuando quisieron callarlo, comenzó a tirar tiros con su pistola. La gente echó a correr y muchos comenzaron a tirarle al hombre botellazos, para que dejara de disparar. Entretanto, los músicos comenzaron a tocar el Himno Nacional, mientras en la calle se desataba una pelea, entre hombres que empezaron a darse machetazos. El gobernador observaba todo en silencio, impávido.
Finalmente, al borracho lograron dejarlo inconsciente con un botellazo en la cabeza, de modo que el gobernador se arrimó y le quitó la pistola, pidiéndole a uno de sus acompañantes que lo desautorizara para portar armas de ahí en más. Al rato, un hombre pidió silencio por las víctimas. Entonces el narrador interrumpe su relato para preguntarle a Melitón si aquel hombre se refería a las víctimas del terremoto o a las del pleito que se desencadenó en el banquete, y Melitón responde que a las del terremoto. En efecto, pronto las personas volvieron a sentarse en las mesas, y siguieron bebiendo y cantando por las víctimas.
Entonces el narrador recuerda que aquello ocurrió más específicamente el veintiuno de septiembre, porque ese día su mujer parió a su hijo Merencio, y él llegó muy tarde y borracho. Ella no le dirigió la palabra por muchas semanas, pues él la había dejado sola con ese compromiso e, incluso, ni siquiera había sido capaz de llamar a la comadrona, por lo que ella tuvo que parir sola.
“La herencia de Matilde Arcángel”
El narrador omnisciente de esta historia narra la vida de un padre y un hijo, los Eremites, quienes hace un tiempo vivían en Corazón de María. Los dos se llamaban Euremio Cedillo, pero mientras el padre era alto y corpulento, su hijo era flaco y como pegado a la tierra, de tan sometido que estaba por su padre. El narrador revela entonces que Euremio padre era su compadre, y Euremio hijo, su ahijado.
Euremio padre tenía un rancho llamado Las Ánimas, al cual había dejado deteriorarse, por falta de cuidado, justamente porque nunca quiso dejarle una herencia a su hijo. Al contrario, se gastó todo su dinero en beber, para asegurarse de que su hijo no tuviera ninguna seguridad económica. Casi logró su cometido, pues su hijo creció bajo la opresión del odio de su padre, y no hubiera podido levantarse si no lo hubieran ayudado algunos compadecidos. Pero, dice el narrador, hay que remontarse mucho más atrás en el tiempo para comprender esta actitud del padre.
La madre de Euremio hijo se llamó Matilde Arcángel y al comienzo estaba comprometida con el narrador. Ella era hija de doña Sinesia, dueña de una fonda, razón suficiente para que todos conocieran a Matilde. Cuando esta se convirtió en mujer, cautivó a todos los arrieros que pasaban por la fonda, hasta que por fin, dice el narrador, se la apropió Euremio: al volver de un recorrido, supo que ellos ya estaban casados. Entonces el narrador, que aquí nos revela que se llama Tranquilino Herrera, admite que se sintió muy triste al enterarse de ese evento inesperado, pues Matilde se había comprometido con él mediante abrazos y besos y “toda la cosa” (148). Luego de casarse, Matilde quedó embarazada, tuvo un hijo y luego, anticipa el narrador, la mató un caballo desbocado.
Cuenta Tranquilino que venían de bautizar al niño, y Matilde lo llevaba en brazos, a caballo. Él había decidido bautizarlo, para seguir cerca de la mujer, al menos en calidad de compadre. Recuerda que el caballo pasó corriendo a toda velocidad, dejando detrás a Matilde, que cayó al suelo, y quedó hundida en un charco de agua y brotando sangre. Recuerda que fue él quien tuvo que cerrarle los ojos y enderezarle la boca torcida de angustia antes de morir. Debajo de su cuerpo encontraron al niño, a quien por suerte no aplastó en la caída, de ahí la alegría que el narrador dice que traslucían los ojos de la difunta.
Luego enterraron a Matilde y el narrador describe cómo la tierra fue tapando su cadáver. Mientras, Euremio padre comenzó a decir que su mujer aún estaría viva si el muchacho no hubiera tenido la culpa, pues al niño se le había ocurrido lanzar un berrido que asustó al caballo en el que iban él y Matilde. También dijo que si ella no hubiera buscado arquearse para no aplastar a su hijo en la caída, hubiera podido defenderse de la caída y salvarse. Con lo cual concluye que no quiere a su hijo pues él no le sirve para nada, mientras que su mujer sí podría haberle dado más hijos. Desde entonces, Euremio padre sintió un odio profundo por su hijo.
Euremio chico creció a pesar del odio y de las golpizas que le propinaba su padre, y gracias a la piedad de algunas personas. Dice el narrador que vivía aplastado por la opresión del padre, que lo consideraba un cobarde y un asesino y quien, aunque no quiso matarlo, procuró que muriera de hambre. Pero el chico vivió y creció, a la par que su padre, en cambio, iba degradándose con el tiempo, y, entre otras cosas, el chico aprendió a tocar la flauta y todo el pueblo escuchaba su música a distancia.
Un día llegó a Corazón de María un grupo de revoltosos, que atravesó silenciosamente el pueblo. Lo único que se oyó fue el sonido de una flauta que se les agregó al pasar frente a la casa de los Eremites y que se fue alejando con ellos, hasta desaparecer. El narrador desconoce qué clases de revoltosos eran, pero recuerda que días después pasaron tropas del gobierno y que Euremio el viejo les pidió que lo llevaran con ellos, pues tenía cuentas pendientes con uno de aquellos bandidos que ellos perseguían. Lo aceptaron y el viejo salió de su casa a caballo, cargando su rifle.
Por unos días no se supo nada, hasta que un día el narrador vio llegar a un grupo de coamileros, quienes se pasan la vida en el monte y solo bajan al pueblo por una emergencia. Ellos habían bajado por susto, y llegaron diciendo que en los cerros se desataba una pelea hace varios días. Esa misma noche, se oyó el trote de los caballos y vieron llegar a un grupo de hombres desarrapados a caballo, que siguieron de largo. Al terminar el desfile de caballos, se escuchó el sonido de una flauta cada vez más fuerte, hasta que por fin vieron venir a Euremio, montado en el caballo de su padre, con la mano izquierda sosteniendo la flauta y la derecha aferrando el cuerpo de su padre muerto.
Análisis
Los cuentos de esta sección fueron sumados a la colección de El llano en llamas con posterioridad a su primera edición, recién en 1971.
“El día del derrumbe” fue publicado en 1955 en una revista. En él predomina un fuerte tono irónico, quizás el más fuerte de la serie, junto con el que mostrará “Anacleto Morones”. Un narrador y un compañero suyo, Melitón, reconstruyen los sucesos en torno al terremoto que azotó a Tuxcacuesco. Mientras sus habitantes trabajan en levantar nuevamente sus casas, llega el gobernador junto con un grupo de especialistas, que vienen a hacer un relevamiento de la situación. De esta manera, la reconstrucción debe suspenderse y las energías se trasladan a montar un banquete para la comitiva. La cena se convierte pronto en una fiesta, que va subiendo en intensidad y acaba en un tiroteo y una pelea callejera que debe ser aplacada por el gobierno.
En un primer momento, el narrador y Melitón recuerdan la alegría que le genera a la gente del pueblo ver llegar al gobernador. Esta sorpresa se funda en lo que ya hemos visto en otros cuentos de la serie: la usual ausencia del Estado y la poca ayuda que brinda el gobierno a los ciudadanos. El narrador esboza así una sutil crítica al modo en que las autoridades suelen gobernar a la distancia, sin involucrarse con la realidad de la gente: “La cuestión está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté allá metido en su casa, nomás dando órdenes” (136). No obstante, también dice: “Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado (...) En viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contenta con haberlo conocido” (136). De esta manera, se sugiere que la presencia del gobernador mucho tiene de ceremonia y de pose, y poco de ayuda concreta. En efecto, en ninguna parte del cuento se representa el momento en que el gobierno se pone a trabajar para ayudar al pueblo. Solamente asistimos al banquete y al discurso del gobernador, lleno de promesas. Esta afirmación del narrador, además, anticipa la parodia al discurso del gobierno que desarrollará el cuento.
En línea con esa parodia, pronto el narrador y Melitón cuentan los gastos en los que incurrió el pueblo para pagar el banquete de los recién llegados. Esto constituye la ironía de “El día del derrumbe”: el gobierno, que debería asistir para servir de ayuda y alivianar los esfuerzos de una población que acaba de perder todo, llega para hacerlos incurrir en gastos absurdos. El narrador señala que Melitón, quien entonces era presidente municipal, estuvo de acuerdo en endeudarse, pues la situación lo ameritaba. Así, el cuento retrata el modo en que las distintas decisiones de las autoridades, en todos los escalafones, son imprudentes y van en contra del bienestar de las personas más humildes. La tragedia que acaban de vivir debe vestirse de fiesta para rendir pleitesía al gobernador, y este se aprovecha de ese respeto: “apenas les servíamos un plato y ya querían otro y ni modo, allí estábamos para servirlos” (138). En efecto, el mismo narrador asume: “...aquello, en lugar de ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas” (138).
Luego de comer, el gobernador da un discurso, que Melitón reproduce de memoria. Es un discurso de lenguaje y retórica elaborados, pero con muy poco contenido; en el contraste entre la forma ostentosa y el contenido vacío, el cuento parodia el discurso de los políticos, dejando en evidencia su falsedad e hipocresía. En su discurso, el gobernador retoma sus promesas de campaña y se compromete a ayudar al pueblo: “Las fuerzas vivas del Estado desde su faldisterio claman por socorrer a los damnificados de esta hecatombe” (141). Por un lado, el gobernador cae en un error al decir “faldisterio” en lugar de “faldistorio”, y así su intento de ser culto queda ridiculizado ante un lector atento. Pero además, la alusión a ese asiento propio de los obispos en la Edad Media no hace sino acentuar la distancia insalvable entre el gobierno y los ciudadanos: no solo en el uso de un término culto que seguramente ninguno de los oyentes a los que se dirige entenderá, sino también en la idea que transmite: el gobernador admite que las fuerzas del Estado están por encima de la gente, incapaces de comprender ni de sentir empatía por lo que sucede en la base de la pirámide social a los más necesitados.
Por si fuera poco, el rimbombante discurso no puede ser terminado porque es interrumpido por las intervenciones de un borracho, que ante las quejas de la gente presente, comienza a lanzar tiros de pistola al aire. Eso deriva luego en una balacera y en un riña callejera, y el discurso queda inconcluso. Nuevamente, la violencia naturalizada emerge y se despliega sin control, dejando en evidencia que la legalidad propia de estos pueblos abandonados por el Estado no teme ni reconoce la ley estatal.
Por último, el narrador recuerda que aquel suceso ocurrió el día en que nació su hijo, porque entonces él se encontraba allí festejando y bebiendo y estuvo ausente durante el parto, lo cual enojó a su esposa. Así, “El año del derrumbe”, se cierra con un modelo de familia fragmentada y disfuncional similar al que hemos estado identificando en los cuentos de El llano en llamas.
En este mismo sentido, “La herencia de Matilde Arcángel” también retrata una familia disfuncional. En efecto, en este cuento se condensan algunos de los temas principales del libro: la pobreza y la importancia de la tierra para la economía familiar, el conflicto político de la Revolución mexicana, la familia fragmentada, el vínculo conflictivo entre un padre y su hijo, y la ausencia de la figura mediadora de la madre. Una vez más, un narrador en primera persona se propone contarnos la historia de Euremio Cedillo padre y Euremio Cedillo hijo, y enseguida confiesa ser el compadre del primero y el padrino del segundo.
Al igual que en “Paso del Norte”, la relación entre padre e hijo está basada en el resentimiento. El padre le reprocha al hijo la muerte de su esposa: esta cayó de un caballo desbocado mientras llevaba en brazos a su hijo recién bautizado, y por proteger al niño en la caída, arriesgó su vida. Así, el padre reniega de ese último gesto de amor de su esposa, y se desquita con su hijo: el odio del padre reemplaza al amor de la madre. El odio en el cuento toma cuerpo y se constituye como una fuerza que no solo repercute en la moral del hijo, sino que también, metafóricamente, opera en su constitución física: “Y por si fuera poco el estar trabado de flaco, vivía si es que todavía vive, aplastado por el odio como por una piedra” (145). Como si el odio del padre no le permitiera crecer, la opresión a la que el hijo es sometido es metaforizada en el cuento mediante su corporalidad: es descrito como si se arrastrara, como si estuviera demasiado cerca del piso, en la medida en que su padre ahoga su buen crecimiento.
Si en “Paso del Norte”, el hijo le reprocha al padre no haberle enseñado su oficio, para evitar la competencia, y arguye que esa es la raíz de su pobreza actual, en “La herencia de Matilde Arcángel” el padre obra voluntariamente en pos de la infelicidad de su propio hijo y hace esfuerzos para despojarlo completamente: “...nunca quiso dejarle esa herencia al hijo (...) Se la bebió entera a tragos de ‘bingarrote’, que conseguía vendiendo pedazo tras pedazo de rancho y con el único fin de que el muchacho no encontrara cuando creciera de dónde agarrarse para vivir” (146). Hemos visto a lo largo del libro la importancia que tiene la tierra como un capital fundamental para la prosperidad económica, como sucedía en “Nos han dado la tierra”. De manera contraria a lo que hacía el padre de “Es que somos muy pobres”, al garantizar con la vaca Serpentina un mínimo capital para su hija, en “La herencia de Matilde Arcángel” el padre sabe que la mejor manera de cercenar el futuro de su hijo es negándole la herencia de una tierra. Por eso es que la va vendiendo y malgastándola en bebida. Mediante una metáfora que compara el crecimiento de un hijo con el de una planta, que se agarra de la tierra para crecer, el narrador señala que sin herencia, Euremio hijo no tenía “de dónde agarrarse para vivir” (146). Esta idea de despojo nos recuerda al sentimiento de despojo que describe el coronel de “¡Diles que no me maten!”, cuando asegura: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta” (96).
No obstante, el cuento pronto da un giro inesperado: contra el pronóstico determinista que el narrador parece señalarle al lector, al insistir en su condición de oprimido, Euremio Cedillo hijo termina matando a su padre. La venganza vuelve a surgir como un modo de dirimir los conflictos familiares. Pero además aquí no se trata de una venganza individual, sino que el conflicto familiar termina siendo dirimido en el ámbito del conflicto político de la Revolución mexicana. El hijo, ya de grande, se une al grupo de “revoltosos” que pasa por el pueblo. El padre, por su parte, se suma a las filas del ejército del gobierno, argumentando que tiene “cuentas pendientes con uno de aquellos bandidos” (151). Finalmente, se desata una batalla en el monte, y los “revoltosos” descienden victoriosos, y vemos a Euremio hijo llevando el cadáver de su padre en su caballo. Aquí, de algún modo, se invierte la escena con la que se cerraba “¡Diles que no me maten!”: el hijo lleva al padre muerto, pero no en señal de duelo sino de celebración, como si se tratara de un botín de guerra. El hijo se venga de años de sometimiento, batiéndose a duelo y ganándole a su opresor. Así, la lucha política se convierte aquí en una forma de saldar un conflicto familiar. Con este cruce entre Revolución y familia, “La herencia de Matilde Arcángel” corporiza el impacto que la Revolución mexicana tuvo no solo en la escena política sino también en las dimensiones más íntimas de la vida del país.