Mi padre fue un mujik, es cierto, pero yo, ya ves, llevo chaleco blanco y zapatos de color. Con hocico de cerdo comiendo pasteles… Sí, soy rico; dinero, tengo mucho, pero si uno piensa y lo examina bien, el mujik, mujik se queda… (Hojeando el libro.) Mira, he leído el libro y no he comprendido nada. Me he quedado dormido leyendo.
Desde la primera escena de la obra Lopajin se lamenta por su falta de instrucción. Él es un hijo y nieto de siervos que, tras la emancipación y sus consecuencias, logró convertirse en un comerciante enriquecido. Sin embargo, y aunque su riqueza sea ahora mayor que la de la familia de Liubov, nunca deja de admirar la delicadeza y la cultura de los aristócratas y de lamentar, en comparación, sus propias faltas en ese ámbito.
Esto es lo que deja en evidencia con su parlamento acerca de los rastros que hay en él de su origen campesino. “Mujik” es como se llamó a los campesinos, antes y después de la emancipación. En la época de la esclavitud, el término aludía al campesinado servil; tras la emancipación, “mujik” pasó a ser el término por el cual la aristocracia denominaba a aquellos campesinos o hijos de campesinos que, a pesar de estar ahora enriquecidos e independientes económicamente, debían mantenerse diferenciados. El parlamento de Lopajin da cuenta de la interiorización de este término: el personaje lamenta su propia falta de educación, que no se solventa con dinero y que lo hace sentir avergonzado delante de aquellos educados en la aristocracia.
(...) él está muy ocupado, no tiene tiempo para pensar en mí… ni me presta la menor atención. ¡Que Dios le guarde! A mí, hasta me resulta penoso verle… Todo el mundo habla de nuestra boda, todo el mundo me felicita, y en realidad, no hay nada, todo es como un sueño…
Una situación muy habitual en las obras de Chéjov es la no correspondencia o no concreción en el amor. En esta pieza, la problemática se replica en varios personajes, pero quizás la situación más relevante en relación al asunto amoroso es la que se mantiene entre Varia, hija adoptiva de la protagonista, y Lopajin, el comerciante enriquecido, vecino de la familia.
En el parlamento citado, la muchacha confiesa ante su hermana la verdad sobre su supuesta relación. Aunque todo el mundo habla de su boda con Lopajin, el hombre no le ha propuesto matrimonio. Así, se presenta también una temática muy habitual en la dramaturgia de Chéjov, que es una gran distancia entre la ilusión y la realidad que perturba a los personajes que sueñan con un presente distinto al que atraviesan.
La relación entre Varia y Lopajin será, a lo largo de la obra, el objetivo de numerosas e insistentes expectativas que terminarán por hacer explotar la sensibilidad de la muchacha en el último acto.
Usted ya sabe que su jardín de los cerezos se vende en subasta para pagar deudas y que la subasta pública está fijada para el veintidós de agosto; pero no se preocupe, querida mía, duerma usted tranquila. Hay una solución… Le voy a explicar mi proyecto. ¡Le ruego que me escuche atenta! Su finca se encuentra tan sólo a veinte verstas de la ciudad, el ferrocarril pasa cerca; si usted divide en parcelas el jardín de cerezos y la tierra a lo largo del río para construir casitas de veraneo y luego las da en arriendo, obtendrá por lo menos veinticinco mil rublos de rédito al año.
Lo que se pone en escena en esta obra es, en gran parte, la oposición entre dos maneras de lidiar con la realidad. La posibilidad de que se pierda la propiedad de la finca produce, en los diferentes personajes, diferentes reacciones, las cuales se corresponden con modos muy disímiles de percibir y accionar en el mundo. La principal oposición en torno a este conflicto aparece encarnada en Lopajin, por un lado, y Liubov (y también Gáiev), por el otro.
Desde el primer acto, Lopajin le insiste a Liubov con su propuesta para salvar la finca. Esta propuesta es, tal como se expone en su parlamento, de índole práctica, de estrategia financiera. Porque en oposición a la familia de Liubov, de tradición aristocrática, Lopajin es hijo de gente pobre y, como tal, el dinero que ahora tiene es el que él mismo supo hacer. La forma de pensar de Lopajin es indesligable de lo funcional, lo práctico, lo resolutivo, y su conocimiento de los negocios le hace ver con claridad las soluciones posibles a problemas financieros. En el peligro de la propiedad de la finca Lopajin ve una oportunidad de negocios, y su cariño por Liubov lo obliga a asesorarla al respecto.
LOPAJIN: El lugar es maravilloso, el río, profundo. Sólo que, naturalmente, habrá que arreglarlo todo un poco, habrá que limpiarlo… por ejemplo, habrá que derribar las viejas edificaciones, digamos, esta casa, que ya no sirve para nada, habrá que talar el viejo jardín de los cerezos.
LIUBOV ANDRÉIEVNA: ¿Talarlo? Mi buen amigo, perdone, usted no comprende nada. Si algo hay de interés en toda la provincia, si algo hay de notable, es, precisamente, nuestro jardín de cerezos.
LOPAJIN: Lo único que tiene de notable este jardín es su gran extensión. La cosecha se da una vez cada dos años y no se sabe qué hacer con las cerezas, nadie las compra.
La oposición entre los modos de percibir el mundo aparece claramente en los diálogos entre los personajes. Frente al pensamiento práctico y resolutivo de Lopajin, Liubov y Gáiev reaccionan con una leve indignación, considerando su proyecto absurdo. En efecto, ellos, criados en la aristocracia, no saben enfrentar problemas económicos; de hecho, nunca debieron hacerlo antes en sus vidas, y no están preparados para escuchar que su finca ancestral podría convertirse en una fuente de negocios.
Tal como se observa en el diálogo, lo que parecen enfrentarse son dos nociones muy diferentes de la idea de valor. En el planteo de Lopajin, el valor aparece asociado a lo lucrativo, a la posibilidad de explotar el espacio en virtud de saldar las deudas y obtener ganancias. Liubov no puede siquiera comprender el planteo, porque para ella el valor está asociado a lo sentimental, a la vez que a nociones de nobleza, de tradición, de belleza, y el temor a perder la finca se asocia al temor de perder para siempre el pasado, un pasado en el que fue joven y feliz. La finca representa para Liubov mucho más que una propiedad en términos materiales: en esa casa vivieron sus abuelos, sus padres; allí se crio, vivió su juventud y se casó, y también en esa casa, a la orilla del río, murió su hijo pequeño. Talar los árboles se sentiría para ella tan doloroso como si le arrancasen su pasado.
Hace mucho que estoy en el mundo. No había nacido aún su padre y a mí ya querían casarme... Cuando se emancipó a los siervos, yo ya era primer ayuda de cámara. Entonces no quise aquella emancipación, y me quedé en casa de los señores...
Firs es un personaje particular en la pieza, en tanto habiendo sido él mismo siervo, está en contra de la emancipación que se promulgó en el país en 1861. En ese entonces, tal como refiere en su parlamento, él estaba ya avanzado en años, y decidió quedarse sirviendo a quienes fueran sus amos. El personaje, por esto mismo, se opone al de Lopajin, quien proviniendo también de un origen similar, aprovechó la liberación para dar un giro completo y volverse un comerciante rico. Mediante la coexistencia de estos dos personajes en la obra, Chéjov logra ofrecer un amplio panorama acerca del destino de los siervos tras la liberación: están quienes sacaron provecho de aquel manifiesto, identificándose con el progreso social, como Lopajin, y están también quienes, no sabiendo qué hacer con esa libertad, decidieron vivir en la nostalgia y mantenerse en su puesto como si nada hubiera cambiado, como Firs.
Toda Rusia es nuestro jardín. Es una tierra grande y hermosa, hay en ella muchos lugares maravillosos (...). Piense en esto, Ania: su abuelo, su bisabuelo y todos sus antepasados fueron señores, dueños de siervos, de almas vivas; ¿no le parece que de cada cereza del jardín, de cada hoja, de cada tronco la están mirando seres humanos? (...) está bien claro que para comenzar a vivir en el presente debemos rescatar primero nuestro pasado, acabar con él, y sólo puede rescatarse con el sufrimiento, con un trabajo extraordinario e ininterrumpido.
Trofimov se presenta como el personaje portavoz de una reflexión filosófica esperanzadora acerca del futuro de la humanidad, ligada a su vez a una reflexión crítica sobre el pasado. En una obra cuyo tema principal es el paso del tiempo y los cambios sociales, este personaje es quien postula con certeza que la humanidad avanza hacia tiempos mejores, a la vez que señala que las personas deben mejorar para alcanzarlos, trabajando y reparando las injusticias del pasado.
El jardín de los cerezos se estrena en 1904 en Moscú, es decir, trece años antes de que la revolución socialista emergiera en la ciudad para derrocar el zarismo y su sistema de clases y transformar el territorio ruso y el de otros países lindantes en la Unión Soviética. Es posible pensar que en el discurso de Trofimov se estén condensando ideas del contexto social en que la obra fue escrita. Esta suerte de redención a ser conseguida por medio del trabajo bien puede asociarse esa revolución que llegaría años después con la voluntad de acabar con el injusto sistema que obligaba a muchos a vivir en la pobreza mientras que otros pocos, solo por haber nacido en familias aristocráticas y, por lo tanto, ancestralmente adineradas, podían subsistir cómodamente sin siquiera pensar en trabajar.
En el intercambio que mantiene el joven con la hija de Liubov, Trofimov postula la necesidad de redimir las injusticias del pasado y encaminarse, por vía del trabajo conjunto, hacia la felicidad. Con la frase “Toda Rusia es nuestro jardín”, el joven parece proponer una noción menos capitalista y más comunitaria de los bienes, por vía de la cual no se piense el país como parcelas de tierra de las que algunos pocos se adueñan, sino como un gran territorio en el que todos trabajen por el futuro de la humanidad.
Usted mira con audacia hacia delante, pero ¿no será esto porque no ve ni espera nada terrible, pues la vida aún se mantiene velada para sus jóvenes ojos? Usted es más audaz, más honrado, más profundo que nosotros, pero reflexione, sea magnánimo, y tenga piedad de mí. No olvide que yo nací en este lugar, aquí vivieron mi padre y mi madre, mi abuelo; yo amo esta casa, sin el jardín de los cerezos no concibo mi existencia y si tan necesario es venderlo, vendedme a mí con él... (...) Aquí se ahogó mi hijo... (Llora.) Tenga compasión...
Liubov responde así a un planteo de Trofimov, joven idealista que considera ridícula la preocupación de la protagonista sobre el destino de la finca en la subasta: el joven le pide que reconozca que esa casa está perdida hace tiempo, y que debe mirar hacia adelante.
Liubov no demora en enfrentarlo: ella se reconoce nostálgica y aferrada al pasado, y también observa en Trofimov una tendencia a mirar “con audacia hacia adelante”, pero encuentra a su vez en esta diferencia una distancia que tiene que ver con lo emocional y lo racional. Trofimov puede pensar y juzgar con cierta objetividad y supuesta claridad, según la protagonista, porque su juventud no le ha hecho sentir aún ningún dolor fatal, porque en su corta vida nada lo ha decepcionado o golpeado todavía. Liubov tiene sobre sus hombros una carga diferente: no es que no quisiera accionar fríamente en el presente y así quizás perseguir mejores resultados que los cultivados hasta el momento, sino que la vida la ha golpeado ya demasiado como para que pueda posicionarse con esperanzas hacia el futuro. El bienestar, la alegría, la tranquilidad quedaron para ella alojados para siempre en un pasado en el cual su marido y su hijo aún vivían y las deudas no la torturaban. Todo ese pasado armonioso tiene una locación, y es la finca. Tal como exhibe hacia el final de su discurso, para ella la propiedad es más que algo material; está tan asociada a sí misma y a su vida que el vender la finca sería como venderse a sí misma.
Ahora el jardín de los cerezos es mío. ¡Mío! (...) ¡Si mi padre y mi abuelo se levantaran de la tumba y vieran lo que ocurre, si vieran que su Ermolái apaleado, poco instruido, que hasta en invierno iba descalzo, si vieran que ese mismo Ermolái ha comprado la finca más hermosa del mundo! He comprado la finca en que mi abuelo y mi padre fueron esclavos, donde no les dejaban entrar ni siquiera en la cocina.
El momento más tenso y conmovedor de la obra se da quizás hacia el final del tercer acto, cuando Lopajin anuncia que compró la finca de Liubov. El discurso de Lopajin que cierra el acto muestra al personaje extasiado, aunque no en virtud del sufrimiento de la familia de Liubov, sino por la gloria simbólica implicada en que él sea ahora el propietario de esa finca.
El jardín de los cerezos es de por sí una pieza simbólica, en tanto el arco argumental representa el declive de la aristocracia a fines del siglo XIX en Rusia y el ascenso del campesinado. Pero el gran valor artístico de la obra reside probablemente en la conjunción de lo dramático y lo simbólico: la acción que configura el significante metafórico, el hecho de que la familia de Liubov pierda la finca y esta sea apropiada por Lopajin, es sentida por los personajes con la fuerza de lo simbólico. Lo que emociona al comerciante hijo de siervos es justamente ese giro abismal que habita en ese cambio de suerte, es la dimensión altamente simbólica de una acción que habría sido impensada para sus antepasados.
¡Oh, mi querido, mi dulce, mi hermoso jardín!.. Vida mía, juventud, felicidad, ¡adiós!... ¡Adiós!
En el último acto, Liubov y Gáiev se muestran optimistas y esperanzados hasta el último instante, en el cual se encuentran solos, parados por última vez en lo que fuera la casa de su familia durante tantos años. Llegado ese momento, no pueden evitar unirse en un llanto desesperado. En una de las escenas más conmovedoras de la obra, Liubov se quiebra al despedirse de una propiedad que es el escenario de los mejores momentos de su vida. Por más que pueda contenerse y seguir hacia adelante, la protagonista de la pieza sabe que, al decir adiós a su hogar, está dejando todo lo que era su vida hasta entonces, debiendo así hacer frente a un futuro completamente desconocido e incierto.
(se acerca a la puerta, mueve la manija) Está cerrada. Se han ido... Se han olvidado de mí... No importa... me sentaré aquí un rato... Seguro que Leonid Andreich no se ha puesto la pelliza, se habrá ido con el abrigo... (Suspira preocupado.) Yo no le he vigilado al marchar... ¡Ah, juventud irreflexiva! (...) La vida ha pasado y es como si yo no hubiera vivido... (Se tiende sobre el diván.) Me acostaré un rato... Las fuerzas te han abandonado, no te ha quedado nada, nada... (...) (Permanece acostado, inmóvil).
El final de la pieza tiene una gran fuerza simbólica. Después de que todos abandonan la finca, aparece en escena el viejo Firs, a quien dejaron olvidado dentro de la casa cerrada. Este personaje secundario funcionaba ya de por sí en la obra como un símbolo del viejo orden señorial y de la incapacidad de adaptación a los nuevos tiempos. El final de la pieza lo encuentra olvidado, enfermo, con una muerte anunciada, en una casa que dejará de existir para transformarse en lo que la modernidad disponga. En sus últimos parlamentos, el personaje se lamenta por no haber vivido su vida: Firs se abocó enteramente a la fidelidad a sus amos, los mismos que ahora lo dejaron olvidado, creyendo que estaba en el hospital. Ahora que su ama abandonó la casa para siempre, él ya no tiene razón para vivir.
La obra termina entonces con un hombre inmóvil, próximo a la muerte, acurrucado en el piso de una casa en la que nació siervo y nunca dejó de serlo. El fin de la vida de Firs coincide con el de la obra en un símbolo: el antiguo orden señorial no existe ya más que en un pasado a punto de ser destruido para siempre. Los tiempos avanzan sobre él, un nuevo sistema de clases acaba de configurarse con el fallecimiento de los últimos siervos y la integración de sus hijos en la sociedad. La presunta muerte de Firs representa la conclusión de un largo proceso de cambio, que comienza con la emancipación de los siervos, sigue con el avance del campesinado y el consecuente declive de la aristocracia, y acaba con la muerte de los últimos que seguían viviendo acorde al antiguo sistema.