Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
Con estas frases cortas y contundentes da inicio Albert Camus a su novela y presenta así no solo su estilo, sino también una serie de conceptos filosóficos que desarrollará a lo largo de todo el relato. Meursault, narrador y personaje principal, nos cuenta en el primer capítulo cómo transcurre el velorio y el entierro de su madre.
El estilo de Camus es preciso y despojado, como quien quiere plasmar la visión del narrador sin agregar recursos estéticos que la “adornen” o enriquezcan para hacerla más literaria. Camus construye su novela desde la visión de un personaje protagonista que se limita a describir lo que vive y a expresar su pensamiento o sus emociones en ocasiones contadas.
Como narrador protagonista, Meursault encarna y vehiculiza la idea del hombre absurdo: se trata de un personaje que contempla el mundo sin buscar en él significados o un sentido trascendental. No busca explicaciones ni cuestiona lo que sucede. Acepta el mundo tal como es: un lugar donde existir puramente, vaciado de respuestas ante la búsqueda de sentido que caracteriza al ser humano. La mirada absurda da cuerpo a toda la narración y se traduce, principalmente, en una figura literaria: el extrañamiento.
Hubo también la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos en las tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (habríase dicho un títere dislocado), la tierra color de sangre que rodaba sobre el féretro de mamá, la carne blanca de las raíces que se mezclaban, gente aún, voces, el pueblo, la espera delante de un café, el incesante ronquido del motor.
En esta cita es observable que el ritmo se construye por medio de la repetición de una estructura sintáctica: ("(...) el desvanecimiento, la tierra, la carne, el pueblo, la espera (…)") y de la acumulación de elementos descriptivos que construyen, desde la superposición de fragmentos, la complejidad de sensaciones que abruman al narrador.
Por lo general, este procedimiento narrativo se utiliza siempre al final de los capítulos para acelerar al acción y presentarla en un transcurrir precipitado, dando al lector la idea de cómo la secuencia de acciones se escapa al control del narrador protagonista.
Pensé que, después de todo, era un domingo de menos, que mamá estaba ahora enterrada, que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada había cambiado.
El cierre del segundo capítulo pone de manifiesto el tedio que abruma al narrador: su vida transcurre como una sucesión de hechos sin explicación ni conexión. La muerte de su madre se iguala a cualquier otra experiencia: un hecho más en el mundo, totalmente natural.
Poco después el patrón me hizo llamar, y en el primer momento me sentí molesto porque pensé que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara más. Pero no era nada de eso. Me declaró que iba a hablarme de un proyecto todavía muy vago. Quería solamente tener mi opinión sobre el asunto. Tenía la intención de instalar una oficina en París que trataría directamente en esa plaza sus asuntos con las grandes compañías, y quería saber si estaría dispuesto a ir. Ello me permitiría vivir en París y también viajar una parte del año. «Usted es joven y me parece que es una vida que debe de gustarle.» Dije que sí, pero que en el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas valían igual y que la mía aquí no me disgustaba en absoluto. Se mostró descontento, me dijo que siempre respondía con evasivas, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los negocios
En estas frases se encierran muchos de los sentidos del absurdo que Camus desarrolla en El mito de Sísifo y en El extranjero. Como sentencia irrevocable, el “nunca se cambia de vida” es, justamente, la postura del hombre absurdo frente a la vida: cuando se considera que no existe ninguna justificación para el mundo, el hombre queda solo y sin un sistema moral que lo centre y lo contenga. Al no existir un sistema moral que organice las acciones del hombre, que dé un esquema de valores para considerar fundamentalmente qué está bien y qué está mal, todas las experiencias humanas se igualan y pierden su valor intrínseco.
Toda acción y toda institución creada por el hombre se relativiza, entonces, y, como no hay un sistema que las explique y valorice, terminan por ser injustificadas. Frente ellas, el hombre absurdo solo puede mostrar indiferencia.
María vino a buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que me era indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si la amaba. Contesté como ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada, pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué, entonces, casarte conmigo?», dijo. Le expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lo deseaba podíamos casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir que sí. Observó entonces que el matrimonio era una cosa grave. Respondí: «No.» Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería saber simplemente si habría aceptado la misma proposición hecha por otra mujer a la que estuviera ligado de la misma manera. Dije: «Naturalmente.» Se preguntó entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada sobre este punto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin duda me amaba por eso mismo, pero que quizás un día le repugnaría por las mismas razones
Meursault no otorga importancia a la institución del casamiento, como tampoco le otorga ningún sentido a vivir en una ciudad o en otra. En el fondo, es el puro existir lo que le compete. El resto de estructuras sociales no son sino contingencias de la vida, elementos que no tienen ninguna explicación o justificación superior.
Por otra parte, esta cita también nos deja vislumbrar la postura de Meursuault frente a las mujeres, que son para él solo el objeto de su deseo. Como podemos observar, en ningún momento el narrador intenta comprender a María o empatizar con ella; su franqueza brutal demuestra también el desinterés por aproximarse al otro para comprenderlo y contenerlo.
El sol caía casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no había nadie en la playa. (…) Yo no pensaba en nada porque estaba medio amodorrado con tanto sol sobre la cabeza desnuda.
Una característica propia de El extranjero es expresar estados psicológicos del narrador a través de fenómenos climáticos. El resplandor del día que abruma a Meursault y licúa sus pensamientos es la imagen de un mundo que se vacía de sentidos y donde no se puede establecer una relación entre el interior del hombre y el mundo exterior. El resplandor insostenible borra las formas físicas del mundo a la vez que imposibilita el pensamiento.
El Procurador se levantó entonces muy gravemente y con voz que me pareció verdaderamente conmovida, el dedo tendido hacia mí, articuló lentamente: «Señores jurados: al día siguiente de la muerte de su madre este hombre tomaba baños, comenzaba una unión irregular e iba a reír con una película cómica. No tengo nada más que decir.»
Durante el jucio podemos observar que la condena que va a caer sobre Meursault no se debe tanto al asesinato del árabe como a su actitud frente a la muerte de su madre: la sentencia es, en verdad, la condena social que cae sobre quien no respeta las instituciones. La condena implica, en ese sentido, el juicio violento que recae sobre el hombre que no otorga a las convenciones sociales el sentido que tienen para el resto de la sociedad.
Pensé a menudo entonces que si me hubiesen hecho vivir en el tronco de un árbol seco sin otra ocupación que la de mirar la flor del cielo sobre la cabeza, me habría acostumbrado poco a poco. Hubiese esperado el paso de los pájaros y el encuentro de las nubes como esperaba aquí las curiosas corbatas de mi abogado y como, en otro mundo, esperaba pacientemente el sábado para estrechar el cuerpo de María. Después de todo, pensándolo bien, no estaba en un árbol seco. Había otros más desgraciados que yo. Por otra parte, mamá tenía la idea, y la repetía a menudo, de que uno acaba por acostumbrarse a todo.
El hábito (como rutina o costumbre) es una noción fundamental que desarrolla Camus en El extranjero. Cuando está preso por haber asesinado al árabe, Meursault piensa, como su madre, que el hombre es capaz de acostumbrarse a todo.
En la prisión, el hábito implica también desprenderse de los deseos que se han transformado en costumbre, como el fumar y el mantener relaciones sexuales. Al principio Meursault sufre las prohibiciones hasta la náusea, pero conforme se acostumbra a su nueva situación, deja de sentir la privación como tal y la necesidad desaparece.
A pesar de mi buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues, al fin y al cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la había creado y su desarrollo imperturbable a partir del momento en que el fallo había sido pronunciado. El hecho de haber sido leída la sentencia a las veinte en lugar de a las diecisiete, el hecho de que hubiera podido ser otra, de que había sido dictada por hombres que cambian la ropa interior, de que había sido dada en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés (o alemán o chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. Empero, me veía obligado a reconocer que, a partir del momento en que había sido dictada, sus efectos se volvían tan reales y tan serios como la presencia del muro contra el que aplastaba mi cuerpo en toda su extensión.
Mientras espera la ejecución de su sentencia a muerte, Meursault repasa la gravedad de su condena en relación al crimen que ha cometido y la encuentra totalmente desmedida y ridícula. Esa sensación de ridiculez nace de la ruptura entre las decisiones tomadas por el tribunal y el sistema intelectual de Meursault, para quien los debates de índole moral no tienen un lugar en un mundo carente de sentido.
Durante el día tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de esta idea. Calculaba los resultados y obtenía el mayor rendimiento de mis reflexiones. Tomaba siempre la peor posibilidad: la apelación era rechazada. «Y bien, tendré que morir.» Antes que otros, es evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. En el fondo, no ignoraba que morir a los treinta años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos casos, otros hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de veinte años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto terrible que sentía dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir. Pero lo reprimía imaginando cómo serían mis pensamientos dentro de veinte años, cuando a pesar de todo llegase el momento. Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente (y lo difícil era no perder de vista todo lo que este «por consiguiente» representaba en el razonar), por consiguiente, debía aceptar el rechazo de la apelación.
En este fragmento podemos observar cómo se plantea el narrador la idea de la muerte. Para el hombre absurdo, que ha dejado de buscar sentidos en el mundo, la muerte se presenta como un proceso natural e irrevocable, y da lo mismo morir en un momento que en otro, puesto que en verdad nuestro existir en el mundo no es más que una circunstancia; no está atado a ningún sentido trascendenal.
Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. (…) ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué importaba que Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault?
En esta cita, hacia el final del libro, se presentan otra vez las ideas del tedio y de la indiferencia asociadas al pensamiento absurdo: toda la vida se trata de una contingencia y del puro existir. Meursault evalúa su vida y manifiesta que ha hecho algunas cosas tal como podría haber hecho otras, y que esas decisiones tomadas no le dan ningún sentido a la vida. Lo único que lo justifica frente a la muerte, es el simple y único hecho de haber vivido. Esto es lo único que puede decirse sobre la vida y la existencia: que es necesario vivir y existir y que eso solo es mejor que la muerte. Ningún otro sentido puede extraerse de ellas.