El coronel no tiene quien le escriba

El coronel no tiene quien le escriba Resumen y Análisis Capítulos 4-5

Resumen

Capítulo 4

El coronel se dispone a escribir una carta para dar cuenta de su situación precaria; su esposa le sugiere pedirle a alguien que le pase el texto a máquina, pero el hombre se niega, ya que no quiere deberle favores a nadie. En el pueblo diluvia, y en el hogar comienza la gotera. El hombre tiene la esperanza de que por el interés de ganarse la plata, los nuevos abogados resuelvan el tema en menos de un año, y que él y su esposa puedan finalmente ir al cine luego del luto por la muerte de Agustín. Ambos se quedan dormidos, pero el coronel habla en sueños, recordando eventos de la guerra civil.

Durante toda esa semana, llueve en el pueblo. Ambos sufren una recaída en su salud; el coronel culpa al invierno y a la lluvia, ya que está seguro de que estará vivo cuando llegue la carta. Esta esperanza lo mantiene vivo; el hombre está agotado, delgado hasta los huesos. El mismo gallo se ve obligado a comer semillas en vez del habitual maíz. Frente a esta situación, su esposa le indica que deben desprenderse del gallo; le dice que cuando los visiten los muchachos de la gallera, les proponga llevárselo. El coronel argumenta que, por la memoria de Agustín, deben quedarse con el animal hasta que sea la pelea, pero la mujer le retruca que no tienen nada para comer. Le sugiere enfáticamente librarse del reloj, al que envuelve en periódicos y se lo da para que él se lo venda al sastre del pueblo. Al llegar a la sastrería, encuentra a los compañeros de Agustín, que le dan una hoja de información clandestina para que difunda. El coronel les miente al decirle que lleva el reloj al mecánico para que se lo arregle. Germán, uno de los amigos de su hijo difunto, se lo compone gratis. A cambio, el coronel le propone regalarle el gallo, ya que usa como excusa que es demasiada responsabilidad para él. Germán comprende la verdad y le propone alimentar al animal hasta la pelea que vendrá en el mes de enero.

Capítulo 5

En la oficina de don Sabas, un salón forrado en telas de colores vivos, el coronel toma un café con su compadre y su mujer, esperando que la lluvia escampe. Don Sabas toma la infusión con una pastilla blanca, que endulza pero no es azúcar. Acto seguido, recibe una inyección, ya que es diabético, y nota preocupado al coronel. El coronel miente, y dice que está pensando en que el gallo no recibió aún la medicación que lo prepara para las peleas por venir. Para don Sabas es una terquedad pensar en los enfrentamientos del animal, piensa que el coronel no está para esas tareas. Por esto, le recomienda venderlo antes de que sea demasiado tarde. Le sugiere sacarse de encima ese problema y conseguir novecientos pesos por el animal. Este monto tienta al coronel, es la cifra más alta que ha oído en años.

Al salir de la casa de don Sabas, siente un fuerte dolor de panza. A pesar de su malestar, va al correo a pedir por su carta. Sin embargo, no hay nada para él. El coronel regresa a su casa, y, resignado, piensa en el empleado de quien depende la pensión ya que, dentro de cincuenta años, será él quien espere su jubilación. Su mujer ve este comentario como un síntoma de resignación y le pide que disfrute de la mazamorra, hecha con el maíz del gallo. El coronel calcula que, si todo sale bien, el gallo podrá alimentarlos durante tres años. Escéptica, su esposa acota que no se vive de ilusiones.

Al día siguiente, ella se dirige a darle el pésame a los familiares del muerto, el mismo que conmocionó al pueblo por su muerte natural, fallecido dos meses atrás, mientras que el coronel se dirige al salón del cine. Allí, ve al padre Ángel vigilar el ingreso de quienes asisten al espectáculo a pesar de sus advertencias. El coronel no entra a la función y sigue vagando por el pueblo, hasta que comienzan los truenos y relámpagos. Busca a su mujer en la casa del muerto y en su hogar, pero ella no está en ninguno de los dos lugares. Horas más tarde, llega con la excusa de haberse quedado hablando por allí. Tristemente, el hombre descubre que es una mentira de su mujer, y ella termina confesando que fue a lo del padre Ángel a solicitarle un préstamo sobre las alianzas de matrimonio, sin éxito. Esto entristece al coronel, ya que comprueba que después de cuarenta años de casados, también el amor envejeció. Tampoco logró vender el cuadro ni el reloj, ya que hay nuevos modelos mucho más modernos. Cansada, le cuenta que hasta llegó a hervir piedras para que los vecinos no descubrieran que no tienen nada para comer. La mujer le recrimina que, después de cada elección, algunos, como don Sabas, se enriquecieron mientras que ellos sólo obtuvieron un hijo muerto.

Amargado, el coronel piensa en el momento en que decidió abandonar Macondo, en 1906, por la fiebre del banano con la esperanza de que su situación cambiara. Medio siglo más tarde, todavía no se cumplen las promesas del tratado de paz. Inspirado por este recuerdo, el coronel dice que el día siguiente va a venderle el gallo a don Sabas.

Análisis

En estos capítulos, la miseria que constituye la vida del coronel y su mujer es representada explícitamente, ya que los lleva al punto irreversible de decidir vender el gallo de pelea, herencia de su difunto hijo Agustín. Pero, ¿qué significa ser pobre en el pueblo? A esta altura de la novela, los lectores ya sabemos que el coronel y su esposa se sostienen casi de milagro; van perdiendo sus cosas para sobrevivir: quieren vender el reloj y el cuadro. En este punto, el intento del coronel de vender al gallo es entendido como el punto máximo de la miseria, ya que el matrimonio es capaz de desprenderse de lo único que mantiene viva la memoria de su hijo difunto. Frente a este panorama desolador, Germán, uno de los compañeros de Agustín, entiende la verdadera motivación del coronel y se ofrece a sostener económicamente al animal. Una vez más, el gallo representa un interés que va más allá de la vida privada del matrimonio; es importante para toda la comunidad garantizar su supervivencia, ya sea por su potencial como animal de pelea o porque encarna los valores del revolucionario Agustín, que se niegan a morir del todo.

En un principio, el coronel acepta este pacto económico y la mujer utiliza el maíz del gallo como ingrediente principal de su propia cena. Se avergüenzan de que la vecindad sepa su situación y, además de no comer, deben simular que comen: “Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla” (p. 67). Esta situación agobiante del coronel y su esposa muestra que en El coronel no tiene quien le escriba el dinero es decisivo, y vender el gallo representa la promesa de un ascenso material casi imposible por otros medios. Cuando don Sabas le comenta al protagonista que puede vender el gallo por novecientos pesos, el narrador acota que “era la cifra más alta que el coronel había tenido en su cabeza después de que restituyó los fondos de la revolución” (p. 62). En este punto, es interesante que el número no deja de ser una imagen mental, una representación en la cabeza del protagonista, pero nunca un objeto concreto al que efectivamente pudo acceder.

En este mundo donde el dinero es decisivo, el coronel y su mujer deberían pertenecer al último estrato de la pirámide, ya que están por debajo de esa clase media cuyos representantes gozan de una situación económica muy superior a la del matrimonio. Sin embargo, pese a su pobreza, forma parte de esa clase media e incluso don Sabas lo trata de igual a igual, con respeto por los años de amistad. En este sentido, el coronel es una reliquia, un sobreviviente de una sociedad desaparecida. Aunque su falta de dinero podrían privarlo del reconocimiento de sus pares, la clase media y los ricos lo tratan como a un igual. En este punto, la única explicación posible es que el personaje vale por su nombre, por su pasado heroico en la guerra civil que asoló el país. La novela exhibe que los valores tradicionales fueron sustituidos sólo en parte; en ciertos casos —como el del protagonista— los valores de la vieja sociedad todavía subsisten.

En oposición con la miseria del coronel, don Sabas encarna el progreso material y los lujos. La descripción de su oficina, “un salón de baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos” (p. 58) contrasta con la vivienda del coronel, carente de muebles y derruida. Es interesante el relato que se hace sobre el ascenso social del hombre; la esposa del coronel destaca que don Sabas es dueño de una gran riqueza a pesar de que llegó al pueblo como un charlatán “vendiendo medicinas con una culebra enrollada en el pescuezo” (p. 68). Detrás de este crecimiento meteórico del poder adquisitivo, la mujer deja entrever una mirada suspicaz; para ella, esta fortuna es inmerecida, ya que la consiguió a base de un cargo en el senado, en donde se mantuvo cómodo a lo largo de veinte años.

Así como la mujer tiene una mirada peyorativa sobre don Sabas, el hombre no oculta su desprecio por el lugar en que vive, al que llama “un pueblo de mierda”. Frente a esta definición, el coronel se posiciona con una mirada opuesta; para el hombre, este pueblo le ha dado a don Sabas todo lo que tiene para que pueda construir su imperio. Esta falta de comprensión sobre su pueblo también lo revela sobre el mismo coronel. Para don Sabas, los símbolos carecen de significación, es incapaz de entender los vínculos entre el hombre y el gallo. Por eso se asombra tanto con la relación entre el coronel y el gallo, a la que caracteriza como una “terquedad idiota”. Es un hombre fundamentalmente pragmático, al que le importan los hechos y los bienes, más allá de su dimensión simbólica.

Para afrontar esta realidad apremiante, el coronel se permite fantasear sobre el dinero que tendrá cuando el gallo gane la pelea. Una vez más, el escepticismo de la mujer le pone límites al optimismo de su marido.

“—La ilusión no se come —dijo la mujer.

—No se come, pero alimenta —replicó el coronel” (p. 64).

Este diálogo, que se da mientras ambos comen la mazamorra hecha con el maíz sobrante del gallo, exhibe que el coronel hace proyectos sobre un dinero ilusorio, ya que el triunfo del gallo es tan dudoso como la llegada de la carta. Para alivianar el patetismo de la situación, la respuesta del coronel aclara que, aunque no se coma, la ilusión efectivamente alimenta al pueblo; esperando y creyendo se puede modificar la realidad. En la novela, la ilusión es una forma de acción, una estrategia para cambiar la historia individual. Esto se ve en las acciones rituales y repetidas de los personajes; cuando el coronel recorre cada viernes el pueblo en búsqueda de su carta mantiene la esperanza de que algo, efectivamente, cambie.

El devenir individual del coronel y su mujer se articula con la historia colectiva del pueblo. Así como el protagonista repite de manera cotidiana una rutina, con la fe de que la situación en algún momento cambie, también las personas que forman parte de la resistencia reimprimen y distribuyen información clandestina entre los habitantes. Este gesto abre la puerta sobre la posibilidad de cambio; desear y creer en una potencial revolución es la manera más eficaz de lograrla.

En estos capítulos, la violencia en todas sus dimensiones se consolida como uno de los ejes estructurales de la novela. En este sentido, la atmósfera opresiva que se respira en el pueblo, acostumbrado al toque de queda de todos los días, se sostiene gracias a la tarea que llevan adelante distintos agentes del orden. Si frente al entierro del muerto, el alcalde prohíbe pasar por delante de la estación de policía, la presencia del cura como censor en el cine refuerza esta mirada de que la violencia se mantiene porque los sujetos individuales trabajan para ello. Estos dos mundos que podían pensarse como ajenos, la religión y el cine, se fusionan de manera grotesca a la hora de proteger el orden moral del pueblo. “Sentado a la puerta de su despacho el padre Ángel vigilaba el ingreso para saber quiénes asistían al espectáculo a pesar de sus doce advertencias” (p. 64 - 65) comenta el narrador; el gesto del padre Ángel muestra que no basta con censurar, sino que se debe garantizar un control punitivo en aquellos que osan infringir sus leyes.

Frente a un pueblo que censura la idea de política como una amenaza peligrosa, la resistencia no se resigna a desaparecer: los tres aprendices del taller de sastrería forman parte de ella. Es paradójico que justamente sea en la puerta de la sastrería donde cuelga el cartel "«Prohibido hablar de política»" (p. 53). A pesar de estar en uno de los focos de la resistencia, muestra el sometimiento psicológico de la población: la sola idea de política resulta peligrosa en el pueblo.

Finalmente, el capítulo 5 cierra con la decisión, aparentemente irreversible, de vender el gallo de Agustín. Dos elementos son cruciales para que el coronel tome esta medida: en primer lugar, el intento de su mujer de vender las alianzas de boda. El hombre ve este gesto como un símbolo de la decadencia del romance: quitarse de encima el símbolo del amor imperecedero lo amarga. “Sintió que algo había envejecido también en el amor” (p. 67) comenta el narrador. Junto con este acto de su mujer, aparece el recuerdo de su partida de Macondo, en pleno apogeo industrial durante la fiebre del banano. Esta oposición entre este espacio, económicamente pujante, y su pueblo, suspendido en el tiempo, donde lo único que queda es la nostalgia y la espera inútil obliga al coronel a buscar una nueva alternativa a su precaria existencia.

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