¡Ay, pero Scrooge era un avaro incorregible! ¡Un viejo pecador que en su insaciable codicia extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba y arrebataba! Era duro e incisivo como el pedernal, del que ningún acero había conseguido nunca arrancar una chispa de generosidad; reservado, hermético y solitario como una ostra. El frío que albergaba en su interior helaba sus ajadas facciones, afilaba su puntiaguda nariz, acartonaba sus mejillas y envaraba su paso; le enrojecía los ojos, le amorataba los finos labios, y se delataba astutamente en su áspera voz. Una gélida escarcha cubría su cabeza, sus cejas y su tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura, que congelaba su despacho los días de canícula y que nunca ascendía un solo grado por Navidad.
En las primeras páginas de la novela se despliega esta descripción de su protagonista, Scrooge, que integra su caracterización interna con su aspecto físico. Lo extremo de su avaricia, su amargura y su aislamiento lo convierten en una suerte de monstruo, desagradable por dentro y por fuera. Es mentiroso, ladrón, rígido, frío, cerrado y malhumorado; tiene las facciones angulosas y endurecidas, la mirada irritada, y la voz ronca y ruda. Desde el comienzo sabemos, además, que su actitud es recalcitrante: es tan terco y tan duro que no cambia ni siquiera durante la época navideña. En términos generales, a lo largo de la novela, el frío está relacionado con valores y cualidades negativas, mientras que el calor se asocia a lo positivo.
Aunque estoy seguro de que, cuando llegan las navidades, aparte de la veneración debida a su nombre y origen sagrados, si es que puede dejarse aparte algo de ellas, siempre las he considerado unas fechas buenas, un tiempo agradable de amabilidad, de perdón y de caridad, el único tiempo que conozco, en el largo almanaque del año, en que los hombres y las mujeres parecen convenir en abrir sus cerrados corazones y tratar a los más humildes como auténticos compañeros de viaje hacia la tumba, y no como a una especie diferente de criaturas embarcadas en otros periplos. Por tanto, tío, aunque nunca haya reportado a mis bolsillos ni un ápice de oro o plata, creo que me ha hecho y que me hará provecho, y por eso digo ¡bendita sea!
Estas palabras del sobrino de Scrooge expresan con nitidez la postura moral y ética que Charles Dickens se propone difundir a través de su literatura. La Navidad, tanto para el personaje como para el autor, es una época del año, pero no se trata de un mero contexto temporal. Por el contrario, tiene una relevancia espiritual; convoca a recordar el pasado y a conectarse con los seres queridos. La Navidad refuerza los valores deseables para los individuos y la sociedad, en particular, la generosidad, la caridad y la amabilidad. Es un tiempo de alegría y de contacto con los demás, tanto con los seres queridos, con quienes se comparten reuniones y comidas, como con otros miembros de la sociedad, especialmente con los más pobres, que merecen atención y cuidados porque viven en condiciones muy arduas. Estos valores están asociados a la moral cristiana y rescatan las enseñanzas de Jesús con respecto al amor al prójimo. De todas maneras, en Cuento de Navidad, Dickens no pone el foco en las prácticas estrictamente religiosas (como la misa, por ejemplo), sino en celebraciones familiares y domésticas, enfatizando la relevancia social de estos principios.
Pues bien, que alguien me explique, si es capaz, cómo sucedió que Scrooge, tras introducir la llave en la cerradura de la puerta, viera en la aldaba, sin mediar transformación alguna, no una aldaba sino el rostro de Marley. El rostro de Marley. No era una sombra impenetrable, como todo cuanto había en el callejón, sino un rostro que parecía rodeado de un mortecino halo, como una langosta putrefacta en un sótano oscuro. No parecía enojado ni furioso; miraba a Scrooge como siempre lo había hecho, con unas fantasmales lentes colocadas sobre su fantasmal frente. El pelo se le agitaba como por efecto de un soplido o de aire caliente; y, aunque los tenía completamente abiertos, sus ojos permanecían inmóviles. Todo ello, sumado a la lividez de su rostro, le confería una apariencia horrible, pero tal horror, lejos de formar parte de él, parecía ajeno a su semblante y quedar fuera de su control.
En esta cita, es posible observar un procedimiento utilizado por el narrador en varias ocasiones a lo largo de la novela. Se trata de intervenciones breves y sutiles, pero muy significativas, de la voz narradora en primera persona para enfatizar la dimensión fantástica del texto. En este caso, también hace uso de la segunda persona, dirigiéndose a los lectores de manera directa. De ese modo, el narrador crea cercanía y confianza, y desde esa posición de complicidad con el lector asegura que realmente ocurren los hechos sobrenaturales que relata. Esto nos invita a descartar otras interpretaciones, como, por ejemplo, que los fantasmas son un producto de la imaginación de Scrooge.
—El espíritu que todo hombre alberga en su interior —respondió el fantasma— está obligado a relacionarse con sus semejantes y a viajar por todas partes; si no lo hace en vida, queda condenado a hacerlo tras la muerte, sentenciado a vagar por el mundo, ¡ay de mí!, y ser testigo de aquello que ya no puede compartir, pero ¡que podría haber compartido en la tierra y haber transformado en felicidad!
En su interacción con Scrooge, el fantasma de Jacob Marley tiene la función de alertarlo e intentar salvarlo de un destino trágico, igual al suyo. Marley ha sido condenado a merodear eternamente cargando la pesada cadena de sus pecados de avaricia. Tal como explica en las frases citadas, Scrooge va encaminado hacia la misma condena, puesto que solo se interesa por acumular dinero, y tiene una actitud completamente egoísta e individualista. El fantasma se presenta ahora y le demuestra la importancia de moderar su deseo de enriquecerse y, sobre todo, de establecer vínculos positivos con los seres que lo rodean, marcados por la generosidad, la caridad y la amabilidad.
Scrooge se sentó en un banco y lloró al ver al pobre niño olvidado que había sido.
La primera escena que Scrooge visita al comenzar su proceso de transformación es una memoria de su niñez. Desde pequeño ha estado marcado por la soledad, como queda claro en este fragmento: todos los chicos salen de la escuela corriendo, felices, deseándose una buena Navidad, pero él se queda solo en las aulas, abandonado por los amigos. Es fundamental notar que es a través del contacto con la propia infancia que el protagonista se abre emocionalmente; está conmovido y solloza, y gracias a ello da inicio a las reflexiones que decantarán en su profundo cambio interior.
Y se trataba de una antorcha muy poco corriente, pues en una o dos ocasiones en que aquellos que cargaban con su cena intercambiaron palabras airadas a consecuencia de algún empellón, el Espíritu la empleó para verter unas gotas de agua sobre ellos, lo cual restituyó de inmediato en ellos el buen humor, hasta el punto de hacerles comentar que era impropio discutir el día de Navidad. ¡Y lo era! ¡Sabe Dios que lo era!
En esta cita podemos leer la combinación literaria de fantasía y moral cristiana que propone la obra de Dickens. Por un lado, el Fantasma de la Navidad del Presente tiene una antorcha de la cual saca unas gotitas de agua mágica que va vertiendo sobre las personas que visita. Estas gotas sirven para reforzar en las personas el espíritu navideño. Como se lee en las frases citadas, dos transeúntes que están por discutir pasan inmediatamente a gozar de buen humor y recuerdan que es inadecuado pelear en ese momento del año. Esta presencia de lo mágico en la obra no anula su dimensión cristiana. Las gotitas que rocía el espectro funcionan como bendición y recuerdan el agua bendita que se utiliza en las ceremonias del cristianismo. Además, la cita se cierra con una referencia a la sabiduría de Dios.
Al cabo de un rato jugaron a las prendas, pues es bueno ser niño de cuando en cuando, y nunca mejor que en Navidad, cuando su todopoderoso Fundador también había sido un niño.
Después de la cena de Navidad, en la casa de Fred los invitados se entretienen con diferentes juegos. El narrador, entonces, explica que jugar es una forma de conectarse con la niñez. Como se ha mencionado, para Dickens, la infancia es el momento de mayor pureza, bondad e inocencia de los seres humanos, y, tal como expone la frase citada, esto se relaciona con el sustrato cristiano del pensamiento del autor: la Navidad es una época donde se potencian esas cualidades positivas puesto que se celebra la vida del niño Jesús.
El Espíritu permaneció tan inmóvil como siempre. Scrooge se arrastró hacia él sin dejar de temblar y, siguiendo la dirección del dedo, leyó en la lápida de aquella descuidada tumba su propio nombre: Ebenezer Scrooge.
—¿Soy yo el hombre que yacía en la cama? —gritó, de rodillas.
El dedo se desplazó hacia él, y de vuelta al sepulcro.
—¡No, Espíritu! ¡Oh, no, no!
El dedo seguía allí.
—¡Espíritu —gritó aferrándose a su manto—, escúchame! No soy el hombre que era. No seré el hombre que habría sido sin estos encuentros. ¿Por qué me muestras esto, si ya no hay esperanza para mí?
Por primera vez, la mano pareció titubear.
—Buen Espíritu —prosiguió, prosternado ante él—, que tu benevolencia interceda por mí y se apiade de mí. Dime que aún puedo cambiar estas sombras que me has mostrado si cambio de vida.
La bondadosa mano tembló.
Esta cita se corresponde con el clímax de la novela, el momento cuando Scrooge se da cuenta de que el hombre que ha muerto en las escenas presentadas por el Fantasma de la Navidad Venidera es él mismo. Horrorizado, el anciano se compromete definitivamente a cambiar, ya que se ha visto morir en soledad, sin que nadie lamentara su partida. La interacción con el fantasma aquí pone de manifiesto la filosofía del libre albedrío defendida por Dickens. Scrooge se pregunta qué sentido tiene ser testigo de todas estas revelaciones del futuro si no hay nada que pueda hacer para evitar un final tan trágico. Entonces, a través de los movimientos de su mano, el fantasma le da a entender que sí hay esperanzas, que sí es posible reconfigurar su futuro si realmente asume una profunda transformación. Al principio de la cita, el espectro permanece inmóvil, pero cuando la crisis interna de Scrooge explota, su mano tiembla de manera bondadosa, comunicándole que puede alterar su destino.
Scrooge cumplió con creces su palabra. Hizo todo aquello e infinitamente más; y para el Pequeño Tim, que no murió, fue como un segundo padre. Se convirtió en el mejor amigo, el mejor patrón y el mejor hombre que había conocido aquella buena y vieja ciudad, y cualquier otra buena y vieja ciudad, pueblo o distrito en este buen y viejo mundo.
Esta cita pertenece al fragmento final de Cuento de Navidad. Scrooge pasa de ser un hombre avaro, egoísta, individualista y amargado a ser generoso, alegre, empático y comprometido. En la última estrofa, la narración demuestra que la transformación del personaje es completa, puesto que la pone en práctica con acciones que impactan positivamente, tanto en los demás como en él mismo. El protagonista se convierte en una persona mejor en todas sus facetas: como amigo, como jefe, como vecino, como ciudadano.